En estas tardes tórridas del
caliente julio, la escucha de Terremoto de Jerez alivia y fortalece las
entretelas del corazón. Terrermoto, que se llamaba para el siglo Fernando
Fernández Monge, vio la luz en el barrio de Santiago de Jerez, el barrio más
flamenco del mundo, y se nos fue un 6 de diciembre de 1981, con tan sólo
cuarenta y siete años. Quiso ser bailaor y empezó por ese camino, pero, luego,
se decantó por el cante, ese cante que acompañaba con la guitarra otro monstruo
del flamenco, su cuñado Manuel Morao. Su voz, inimitable, estaba llena de
“sonidos negros” como los sonidos blues de Morente. Oírle cantar por seguiriyas
es un nos sé qué que queda balbuciendo; por bulerías, la locura de lo flamenco;
por tangos, la gloria de una voz irrepetible; por malagueñas, la mar de Málaga
rompiendo en los cantiles con una brisa que trae el olor de los naranjos. Un
listillo dijo de él un día que “no triunfaría porque en lugar de cuidarse y
formar parte de las grandes compañías flamencas, prefiere cantar por veinte
duros para amiguetes de Jerez”. Se equivocó el palomo cojo, se equivocó porque
Fernando triunfó entre los grandes aficionados al flamenco; entre los
aficionados al flamenquito barato no, porque su manera de cantar era bronce
puro, aguardiente que calienta los corazones, dolor y alegría en ese mágico
misterio del cante. Fernando fue un digno heredero de don Antonio Chacón o de
don Manuel Torre, también cantaores jerezanos. Yo sé que todavía anda por los
patios del barrio de Santiago, por la calle de Sor Eulalia en cuyo número 30
nació un 17 de marzo de 1930; sé que alguien lo ha visto por los tablaos madrileños
de El Duende y Las Brujas. Terremoto está vivo en sus grabaciones “jondas” y
sentidas, en el recuerdo de los buenos aficionados al cante. Lo siento cada vez
que vuelvo a escuchar sus discos.
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