El
miércoles pasado regresé a mis raíces y me fui a recorrer las calles de
Tordesillas y a pasear con mi loca Juana. Es una pena que tan hermosa ciudad
castellana sea tan sólo conocida por El toro de la Vega teniendo como tiene
tantas maravillas para ver. Vamos por orden. En primer lugar, el convento de
las Clarisas que, construido sobre un palacio árabe de Alfonso XI, es una de
las grandes maravillas del arte mudéjar. Nadie que vea y no se emocione ante el
artesonado mudéjar de su iglesia puede decir que está vivo. Y dentro del
entorno del monasterio, como parte de los que fue el antiguo palacio, unos
baños árabes únicos en Castilla. Y en el convento, el realejo de mi Juana, el
que fue archivo del monasterio, la sacristía, el claustro empedrado y ese
trocito de palacio que se descubrió hace unos pocos años y que nos revela cómo
fue aquella maravilla del estuco y el color. Pero aún nos quedan por visitar la
iglesia de San Antolín, la Casa del Tratado en donde Portugal y España (eran
otros tiempos) se dividieron el mundo, el puente sobre el Duero, la maravillosa
plaza cuadrada, el paseo a las orillas del padre de los ríos castellanos en
donde todavía se escuchan los suspiros de la joven Catalina, llevada Portugal
cuando era un niña para casarla en tierras lusas. Y n sigo porque son tantas las maravillas que hacen de Tordesillas, el Oter de Siellas medieval, una ciudad
para visitar muy despacio. Pero, si aún con esto no bastare al viajero curioso
para que se llegara hasta aquí, que lo
haga, al menos, por la repostería sin igual de las Claras (el olor de la gloria
atraviesa los claustros y nos acompaña en la visita) y por el bar Rusky que,
con sus patatas bravas, mansas, alioli y santo del Cristo puede justificar una
visita a tan ilustre villa. Y, si las patatas al santo del Cristo están recién
hechas tal y como tuve la suerte de probar este miércoles, se comprende que mi
Juana, a la que sus crueles carceleros no dejaban salir, enloqueciera en el
palacio que ahora ocupa un parque de juegos infantiles. Tordesillas es una real
villa y merece, al menos, pasearla por sus rúas y tomarse una leche helada de
Baonza. Luego, al caer la tarde, ver como el Duero sigue camino de Zamora, la
bien cercada, soñando con el mar de Oporto y sus fados menores.
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