Obermann
padeció el que se conoció como mal du
siécle, ese malestar en el mundo al que los ingleses llaman spleen que, sin meterme en etimologías,
viene de splen que en griego es bazo, órgano que, entre los médicos, es también
conocido como músculo esplénico. Obermann se va a Suiza para ver si se cura de
su melancolía, pero en aquellos valles idílicos no se recupera y sigue viendo
un sin sentido a su vida. No fue el sólo pues hay otros dos personajes que
iniciaron esa moda de la angustia vital: Werther de Goethe y René de
Chateaubriand. Estamos a las puertas del Romanticismo y el romántico,
apasionado hasta el extremo, vive y ama con todas sus fuerzas. Claro, luego les
venía la ansiedad, la angustia, ese deseo irrefrenable de suicidarse (¡Qué
obsesión, carallo!) y de vivir amargados dándole vueltas a la vida. Liszt, otro
romántico, nos dejó El valle de Obermann,
una bellísima pieza dentro de sus Años de
Peregrinaje. Mi abuelo Julio, - que no sabía de literatura, pero que era
agricultor- , habría dicho que ese sentimiento de angustia se les hubiera
pasado cavando las tierras del Pico del Águila en el camino de Puente Duero; regando de noche y procreando catorce hijos,
es decir, llevando esa vida tan cercana a lo animal que repugnaba a los
románticos. Mi abuelo no conoció el spleen y, si le venía algo parecido – que
no creo-, se fumaba un Farias que
guardaba en el horno de la cocina vieja y luego se bebía un vasito de vino de El carromatero de Toro. Eran otros
tiempos y eran otras terapias. Que cada uno elija la que guste.
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