De
nuevo, mi querido príncipe idiota, te he releído y nos hemos vuelto a encontrar
en esos dos tomos que compré, casi
quince años atrás, en la librería Tanco
de Orense. Te reconozco, mi príncipe, con tu bondad que es objeto de burla (se
te olvidó ser listo como una serpiente y te quedaste en paloma inocente), con
tu inocencia que hiere a los malvados, con tus soluciones que, al final, lo
enredan todo. Te echaba de menos, príncipe; echaba de menos tu bondad infantil,
tus ideas de niño que, de pronto despierta y es el hombre capaz de pronunciar
las palabras más duras sobre la religión que he leído nunca. Te pareces
demasiado a mí, querido Lev, y algún día
te diré que mis errores han sido y, por desgracia son, tus errores. Algún día,
nos iremos los dos a redimir el mundo, tú de Quijote y yo de Sancho, a combatir
gigantes, a montar Clavileños. Siempre me fuiste muy cercano, pobre príncipe al
que maleducaron para el bien, el bien que siempre conlleva la soledad y la
incomprensión. Gracias, Lev, por haber existido, por existir en los dos libros forrados
con papel azul que compré una tarde de agosto en aquella librería de Ourense y
que, en su maravilloso desorden, revelan una vida de hombre completo.
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