Tengo
que confesaros que un servidor fue profesor en Móstoles allá por 1996, en un
Instituto que se llamaba Felipe Trigo (tarde algunos años hasta que leí algo de
este autor pues mi vieja enciclopedia Salvat, publicada en los años cuarenta,
no lo “recomendaba”) y en el que estaba de inspectora una poeta como María
Victoria Reyzábal a la que más tarde traté en Ávila por cosas del destino
(profesional y el de Verdi). Pues, como os iba diciendo, yo llegaba con mi cochecito Clío blanco, el
mismo que me está mirando ahora cubierto con su lona azul oscura, esperaba en
un stop criminal y me aposentaba en el departamento que nos habían construido
nuevo y que habían tenido la deferencia y la delicadeza de colocarlo en unos
antiguos retretes. Allí estábamos el filósofo del centro y el filólogo clásico,
compartiendo un cubículo ( la terminación de la palabra viene que ni pintada)
en el que mi compañero ocupaba el altillo en donde habían estado los inodoros y
el que esto escribe, el delicado lugar en donde estaban los mingitorios o
urinarios. Todo este rollo macareno viene a colación porque mi amiga Lidia, la
María Pita de la edición, la Agustina de Aragón de la poesía, la soñadora para
un pueblo que es Ocaña, me envió el libro de un poeta de Móstoles, Carmelo
González, que yo la había pedido con muchas dudas porque tras mi experiencia
mostoleña no podía sino decir como Natanael cuando le dijeron que Cristo era de Nazaret: ¿Pero ¿de Móstoles
puede salir algo bueno? Pues sí, de Móstoles pueden salir cosas muy buenas como
los poemas de este librito que se llama Pequeños
poemas de amor escritos ya mil veces en los que el autor maneja el amor con
un gran sentido del humor. ( y no es un juego de palabras) Son poemas
brevísimos como ese del amor que yo supongo en el Metro o en el tren de
cercanías:
Ámame
antes de que llegue
la última estación.
o este otro, impagable, sobre la
ceguera del amor:
- Ya sabes eso que cuentande que el amor es ciego- me dijo.Y se marchó tropezandocon todas las farolas.
Y este, bellísimo sin duda, :
Meter
la nariz
entre las páginas de un libro.
El de la tierra mojada
después de la tormenta
El del café recién hecho
si es temprano.
O el olor de tu piel
después de amarte.
Y este, último de mi micro
antología, que me encanta:
Tú no lo sabes,
pero toda la belleza
del mundo baja sobre ti,
cuando para leer
te pones las gafas
de mirar de cerca.
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