Debo a mi abuelo mi devoción por
el ciclismo y las numerosas anécdotas que me contaba que no hacían sino avivar
ese fuego que yo sentía por aquellos héroes a los que no vi correr, pero que
sentí sus victorias como si hubiera estado allí. De todas las anécdotas,
recuerdo una con especial cariño. Ahí va.
Resulta
que Bahamontes estaba escalando, en 1954, el Col de Romyère y que el toledano llegó a la
cima con una ventaja más que sobrada en minutos sobre el primero de sus
perseguidores. De pronto, don Federico, genio y figura, se come tranquilamente un helado de vainilla.
Aquello vertió ríos de tinta: unos decían que era un acto imperdonable de
chulería por parte del español; otros, que su actitud caía en el desprecio y
que, en parte, era poco deportiva; otros lo achacaban al temperamento fogoso y
apasionado del ciclista. Entre estos últimos se encontraba mi abuelo que veía,
en esa acción, toda una demostración de la superioridad como escalador de su
mito.
Bueno, pues hasta ahí la anécdota y para esclarecer
lo que de verdad hay en ello (la verdad es que la noticia se fue inflando y hay
por ahí algunas informaciones que dicen que lo que se sentó a comer Bahamontes
no fue un helado sino un pollo asado) he seguido a Gerardo Fuster, amigo
personal y testigo de lo que pasó.
En
la subida, Bahamontes había notado cómo se le partían algunos radios de la rueda
trasera y decidió esperar al coche de apoyo que conducía, ni más ni menos, que
el jefe de la selección española, Julián Berrendero, el “negro de los ojos
azules”. Era una locura bajar el puerto con una rueda desequilibrada y Federico
decidió esperar al coche de la selección. En algunas variantes del suceso se dice
que el toledano se acercó al vendedor y que, con los dedos, pues no sabía
francés, le dijo que quería “deux boules”.
Sin embargo, Fuster, que reconoce la presencia del vendedor de helados en el
puerto, nos dice que no fue Bahamontes el que se acercó y pidió los helados,
sino que fue un aficionado el que le ofreció el famoso helado de vainilla. El
resto es coincidente: el toledano, con la bicicleta apoyada en el bordillo,
cogió aquel helado y, con toda la tranquilidad del mundo, se lo tomó. Por
cierto, que la etapa no la ganó él, sino Lucien Lazaridès porque, a la larga,
acabaron dando caza al “águila”. No quisiera dejar de deciros que Bahamontes
vive todavía en su Toledo natal con 90 años al igual que Bernardo Ruiz, el
corredor de Orihuela, que “servía” a Jesús Loroño, el “eterno rival bilbaíno” en las carreteras y hasta en los
despachos federativos, del héroe
toledano. Siento si la entrada no me ha quedado tan bien como merecía Federico
Martín Bahamontes, pero para poder narrar aquellas gestas se necesita ser un
Píndaro y un servidor no pasa de ser un filólogo clásico del montón.
Por
cierto, que la imagen que os pongo no tiene desperdicio pues los motoristas van
sin cascos, Bahamontes tampoco lleva protección alguna (ni siquiera una
gorrilla de ciclista) y el agua que se va echando por la cabeza sale de una
botella que parece de Cointreau. ¡Qué tiempos aquellos!
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