EL
PARAGUAS GALLEGO DE MI ABUELA PATRO
Aquella mañana,
abuela Patro me dijo que íbamos a comprar un paraguas. Recuerdo que cogimos el
Metro y que nos bajamos en Sol. Una vez fuera de los túneles y respirando el
olor santo del horno de La Menorquina, nos fuimos derechos a Casa de Diego, la
casa más antigua de Madrid en paraguas y abanicos. Tras el amable saludo del dependiente,
mi abuela le pidió un paraguas de señora y el solícito dependiente le trajo uno
de tela estampada. Le preguntó mi abuela el precio y no le pareció
excesivamente caro. Mientras lo envolvía, el dependiente le dijo a mi abuela:
-
Señora, ¡qué gran paraguas se lleva!
Vamos, de lo mejorcito de la tienda y ya sabe usted que, desde hace muchos años, aquí tan sólo vendemos calidad. Este paraguas
está fabricado en una fábrica de Santiago de Compostela que es proveedora
nuestra desde hace muchos años. Para que se haga una idea, ya antes de la República
nos enviaban los paraguas. Tiene usted paraguas para muchos años.
Con
tan venturosos vaticinios, salimos de la tienda y, antes de entrar en el Metro,
mi abuela me compró una napolitana en La Menorquina. Me supo a gloria mientras
bajaba las escaleras camino del andén.
Una
tarde de marzo mi abuela me cogió de la mano y me dijo:
-
Luisito, vámonos a Quevedo que quiero
ver unas lámparas.
Andábamos
ya por la mitad de Martínez Campos cuando un viento hombrón y unas nubes negras
anunciaron los que vendría después: una tormenta de primavera que descargó con
toda su alma sobre ese Madrid que ya olía a primavera. Mi abuela, tan pronto
como cayeron las primeras gotas, abrió su paraguas compostelano con la
confianza de saber que tenía agarrado por el puño un paraguas de excelsa
calidad. Seguimos Martínez Campos arriba en medio de ese diluvio, pero, al
cruzar una bocacalle, un golpe de ese viento hombrón y agresivo le volvió el
paraguas y, para desconsuelo de mi abuela, le rompió dos o tres varillas.
Perdida la protección del paraguas gallego, nos refugiamos en un portal y,
cuando escampó, mi abuela me cogió de la mano y paró un taxi que nos llevó
hasta la misma puerta de Casa de Diego. Mi abuela entró muy enfada, ni siquiera
guardó la vez y le espetó al dependiente que le había atendido hacía unos días:
-
¡Con que el mejor paraguas! ¡Mire lo
que ha hecho el viento con él!
Y,
llena de enfado, le enseñaba el herido paraguas. El dependiente, muy sereno, le
dijo:
-
Señora, tranquilícese. Usted compró un
buen paraguas; no le quepa duda. Está hecho con los mejores materiales, pero, como
no sabemos los distintos vientos con los que un paraguas se puede encontrar, les
recomendamos a nuestros clientes que les pongan este refuerzo que yo le voy a
poner ahora.
-
Y ¿por qué no los traen ya
directamente reforzados de fábrica y no hay que andar con estos remiendos? –
dijo mi abuela Patro.
-
Pues porque los fabricantes no saben para
dónde irá el paraguas y no es lo mismo el viento de La Coruña, un suponer, que
el viento de Cartagena en donde dicen que el viento es suave y templado.
-
Pero entonces, perdóneme, los paraguas
no son de tan buena calidad porque, si
los paraguas los hicieran como Dios manda, valdrían lo mismo para La Coruña que
para Cartagena y no sería necesario tener que venir a poner estos refuerzos.
-
Señora, esta fábrica es de las mejores
de España así que confíe usted en ella plenamente. Cuando ellos lo hacen, por
algo será.
El
dependiente le puso a mi abuela el refuerzo y salimos de nuevo a la calle camino
del Metro. Eso sí, antes de entrar, mi abuela me compró otra napolitana en La
Menorquina.
Llegó
Mayo y con él una primavera radiante, aromada por la flor de los castaños de
Indias de los parques, y mi abuela decidió que el paseo para tan hermoso día
iba a ser por López de Hoyos arriba, hasta el mercado de la Prosperidad, ese
curioso barrio de casas molineras a cuyos habitantes no les acababa de cuadrar
el nombre del barrio, pero ya es sabido que los barrios de pobres tienen
nombres alegres. Nos entretuvimos comprando caramelos, subiendo hasta unos
almacenes ya pasado el mercado, viendo los escaparates llenos de mariscos de La
Hostería cuando el marisco era el sueño de Carpanta para cualquier niño de
medio pello. Entonces – os o juro-, y
ocurrió lo impensable: en la tarde de ese día espléndido de la primavera madrileña
empezaron a aparecer unas nubes negras por las casas de enfrente del mercado, otras por el cine que ocupaba una esquina de
la plaza en el que, por cierto, unos años atrás había yo disfrutado un montón
viendo una película alemana que se titulaba “Felicidad sobre hielo” y que iba
del amor entre dos patinadores y unas terceras nubes, como un batallón sediento
de sangre, por la calle Zabaleta. Como si nos hubieran pillado tres ejércitos
enfurecidos, mi abuela Patro y yo nos quedamos en el medio de la batalla y, al
cruzar Joaquín Costa, un golpe de viento volvió el paraguas de mi abuela y le
partió las tres varillas en donde el dependiente no había colocado el refuerzo.
Mi abuela miró el reloj y vio que ya habrían cerrado en la tienda de Sol, pero
juró en voz alta, mientras llamaba a un taxi, que mañana por la mañana la iban
a oír en Casa de Diego. Vamos que la iba aliar parda; ¡como que había nacido en
la calle del Castillo número 8, al lado de la plaza de Olavide y de Raimundo
Lulio!
Como
no podía ser menos, a la mañana siguiente, antes incluso de que abrieran, ya estaba
yo con mi abuela en la puerta de Casa de Diego. Entramos tan pronto como
levantaron el cierre y mi abuela se dirigió enfurecida al dependiente:
-
Mire lo que ha hecho el viento con su
paraguas. Ni refuerzos ni nada. Este paraguas no sirve para nada y usted, lo
que es de verdad, es un sinvergüenza porque me ha engañado. Le
exijo que me dé un paraguas bueno, de la mejor calidad y no esta birria que no
aguanta ni una tormenta de primavera.
-
Se equivoca, señora. Mire, el paraguas
se ha roto por donde no tenía el refuerzo. Hay que ponerle un tercer refuerzo
en esa zona.
-
Pero entonces, y perdone, este
paraguas va a parecer el vestido de un payaso con tanto remiendo. La solución
es que hagan en esa fábrica de Santiago paraguas en condiciones y no tener que venir
cada dos por tres a ponerle remiendos.
-
Verá señora – dijo muy calmado el
dependiente-, ellos no pueden fabricar paraguas preparados para los diferentes
vientos y además hay algo que usted no sabe: aunque fabricaran paraguas
acomodados a los vientos de cada ciudad, tampoco valdrían de mucho porque los
vientos mutan, señora, mutan porque son organismos vivos y quieren sobrevivir a
toda costa. Por eso vienen los refuerzos. A medida que van apareciendo nuevos
vientos, el fabricante gallego nos envía los remiendos. ¿Lo entiende?
-
Pues no, señor, no lo entiendo. Un
paraguas tiene que salir de fábrica preparado para hacer frente al mayor tipo
de vientos y lluvias. Si estos de Santiago, desde el principio, hicieran unos
paraguas como Dios manda, no habría que venir a poner refuerzos a cada dos por
tres. No le digo que, si se hicieran bien, iban a poder resistir un tifón, pero, al menos, deberían salir de fábrica
preparados para el mayor número de lluvias y vendavales. Ya sé también que un
paraguas no puede proteger al cien por cien, que, si sopla un viento muy
fuerte, se te mojan las piernas y los zapatos. Eso lo sabemos todos, pero no
somos tontos y sabemos lo que hay que hacer con un paraguas cuando hace mucho
viento. Le repito, joven, que, si el paraguas se rompe , es que es un mal
paraguas. Y lo que no me queda duda es que los gallegos, entre paraguas y
remiendos, se forran porque vamos a cuentas: si al precio del paraguas le sumo
los remiendos, las ganancias de los
compostelanos se duplican. Esa fábrica tiene que sacar tantos miles de duros como
miles de visitantes tiene el Pórtico de
la Gloria.
El dependiente se iba
dando cuenta de que el enfado de mi abuela iba en aumento y entró para la
trastienda. Al poco tiempo, entró de nuevo en la tienda con un paraguas
nuevo.
-
Tome, señora, le cambio el paraguas.
Déjeme el suyo para enviarlo a Santiago y ya tiene usted paraguas nuevo. Pero
le voy a decir una cosa, señora, y grábeselo bien: ningún paraguas le puede
proteger al cien por cien en cualquier tipo de lluvia. Y mucho menos protegerla
de un viento huracanado (jamás había oído yo que hubiera habido huracanes en
Madrid, pero yo era tan sólo un convidado de piedra en aquella escena).
-
Mi abuela estaba ya muy enfadada y le
dijo:
-
- ¿Me está usted diciendo que tampoco
me garantiza que este paraguas va a resistir una tormenta si salgo con mi nieto
a darnos una vuelta? ¿Me está usted insinuando que, al final, también con éste
tendré que volver a su tienda para que le ponga esos ridículos refuerzos? Yo a
esto lo llamo un timo, sí, señor, un timo; vamos como el de la “estampita”.
El dependiente, ya un poco cansado, le
dijo a mi abuela:
-
Si quiere estar usted protegida de la
lluvia y que no se le rompa ningún paraguas, ¿sabe usted lo que tiene que
hacer? No salir de casa cuando llueva.
Mi abuela, cogiendo el nuevo paraguas,
se le quedó mirando y le dijo:
-
¿Qué no salga a la calle? Y entonces,
¿para qué venden ustedes paraguas? Cierren la tienda y váyanse a robar a Sierra
Morena con José María el tempranillo.
Y dando un portazo
nos fuimos de la tienda y nos encaminamos al Metro. Iba tan enfadada que no se
acordó de entrar en La Menorquina y comprarme una napolitana. Un servidor tampoco tuvo valor a recordárselo.