Llegan
los días más tristes del año. Cuando las Navidades pasan y los Reyes se alejan
de vuelta a su Oriente, se me forma un nudo en la garganta. No, no es la vuelta
al trabajo pues nunca – ni al colegio, ni
a la Facultad, ni al Instituto-, me costó volver; es…otra cosa. Una pena,
que ahora que acaba de anochecer, va ocupando los rincones de la casa, que va
tiñendo de una pátina de tristeza el árbol decorado por los niños, el Belén con
su río y su fuente que, durante un mes, ha llenado con su canción estas tardes
navideñas. Se va la Navidad y, cuando era más joven, pensaba en las cosas que
haría en este año recién estrenado, en la playa que me esperaba aún lejana,
pero ya cercana a un tiempo, . Estaba sobrado de tiempo y podía dejar pasar un
atardecer sin sentir esta pena honda, densa, tan espesa como las nieblas que –
no es el caso de este año-, cubren a porfía el valle del Duero. La Navidad tenía mucho de sorpresa, de espera
gozosa, de esquinas florecidas por presencias que se anhelaban durante el resto
del año; de sobres con felicitaciones que te hacían cercano al que estaba
lejos: La Navidad era la magia de volver a una infancia, a nuestra única
patria, esa patria perdida porque el tiempo ha arrancado los puentes como un
río furioso en primavera.
Cada año, al llegar e Adviento, ponemos
nuestro corazón en espera de la magia, del calor de una casa que ya nunca será
tu casa, de un abrazo que ya no podrá ser abrazo porque la muerte ha ido, poco
a poco, sin intermitencias ni misericordias, cumpliendo con su trabajo. Y la
cena será una cena triste y esos días que median entre Nochebuena y Nochevieja
ya no tendrán películas en cines de barrio, ni miradas de reojo a la cesta de Navidad
por ver si siguen las peladillas, ni el partido de baloncesto del Trofeo de
Navidad que organizaba el Real Madrid con Brabender, Corbalán y Clifford Luyk.
La cena de Nochevieja tampoco será la de antes, con aquel programa que repetían
al día siguiente con aquellos chistes que, a día de hoy, no se podrían contar
porque no son, en su mayoría, políticamente correctos. Y el día de Año Nuevo,
ya no será lo mismo porque el Concierto desde Viena suena, -no sé por qué y lo
dirija quien lo dirija-, un poco más
triste cada año y la Marcha de Radetzky se va pareciendo, cada vez más, a una
marcha fúnebre. Tampoco habrá saltos de esquí desde el trampolín maravilloso de
Garmisch Partenkirchen, esos saltos que hacían envidiar esa abundancia de nieve
que había en Baviera a los pobres niños que teníamos en el trampolín de la
pista de El Escaparate nuestro sueño
dominguero y cuando no sabías ni te importaban que don Richard Strauss hubiera
vivido en esta hermosa ciudad.
Ya sé que nace un Niño y que ese Niño
es la spes única, pero ese niño, cada
año, me parece más viejo, menos niño y más profeta. Y por más que los Magos
lleguen y sigas mirando por el balcón por ver si ves sus camellos, ya no los
ves y se queda la tarde tan callada que da miedo, mucho miedo.
Perdonad por la tristeza, pero no hace
falta que los americanos nos digan cuando es el blue Monday porque, desde hace algunos años, yo ya tengo el mío
particular. Quería que supierais que estos días son, para mí, los días más tristes del año y que, a medida
que el tiempo pasa, tan sólo las miradas de mis hijos pueden paliar esa tristeza
que me invade, que me corroe, que hace que un nudo en la garganta se me ponga
al mirar el Belén.
La Nochebuena se viene;
la Nochebuena se va
y nosotros nos iremos
y no volveremos más.
Pues eso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario