¡Cuánto
me gustaban de pequeño los pequeños jardines de las estaciones del tren que
guardaban un nos sé qué de melancólico como si la hija del jefe de estación
cultivara esas flores para un amor que nunca iba a llegar! Aquellos jardines en
Navalperal de Pinares, Las Navas del Marqués o La Cañada que desafiaban al frío
abulense con tres o cuatro rosas, unos lirios lorquianos que se batían como
espadas y algunos claveles chinos que ofrecían su color naranja con la
insistencia de un niño, son parte de aquellos viajes en tren de mi remota infancia.
Por cierto, en Navalperal, había unas
figuras, hechas en forja, de don Quijote y de Sancho Panza, uno con su seriedad
caballeresca, el otro con su socarronería campesina que quizás hubiera forjado
algún trabajador versado en las artes de Vulcano. Aquellos horti infimi tenían a veces cerca un huerto que daba el contrapunto
utilitario a la modesta belleza del
jardín y que, todo hay que decirlo, no me gustaban mucho porque me parecía que
le restaban poesía a aquellos jardines misteriosos, melancólicos y tiernos.
Cuando me jubile, me iré a cuidar de algún
pequeño jardín en alguna estación solitaria y, en ella, al solillo del
invierno, leeré a don Pedro Soto de Rojas que tanto sabía de jardines y de
aguas quietas en las que la luna se mira cada noche porque cuidaba su carmen en
Granada. Ya voy a ir eligiendo la estación, amigos míos, y os daré señas en
este blog para que me alabéis o denostéis mi humilde hortus infimus.
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