Estamos en el canto
XXII de la Ilíada de Homero y Aquiles va persiguiendo a Héctor. De pronto,
Homero nos enseña unos lavaderos que están junto a las fuentes del Escamandro,
el río de Troya. La gran Jacqueline de Romilly, en su libro Homère, tan maravilloso como todo lo suyo, nos muestra esta escena doméstica
que el poeta ciego introduce en mitad de un episodio guerrero. Pero antes nos
tenemos que situar dentro de la acción porque esos lavaderos no aparecen ahí
sin venir a cuento, sino perfectamente engarzados. Así en Homero:
οἳ
δὲ παρὰ σκοπιὴν καὶ ἐρινεὸν ἠνεμόεντα
τείχεος
αἰὲν ὑπ᾽ ἐκ κατ᾽ ἀμαξιτὸν ἐσσεύοντο,
κρουνὼ
δ᾽ ἵκανον καλλιρρόω· ἔνθα δὲ πηγαὶ
δοιαὶ
ἀναΐσσουσι Σκαμάνδρου δινήεντος.
ἣ
μὲν γάρ θ᾽ ὕδατι λιαρῶι ῥέει, ἀμφὶ δὲ καπνὸς
γίγνεται
ἐξ αὐτῆς ὡς εἰ πυρὸς αἰθομένοιο·
ἣ
δ᾽ ἑτέρη θέρεϊ προρέει ἐϊκυῖα χαλάζηι,
ἢ
χιόνι ψυχρῆι ἢ ἐξ ὕδατος κρυστάλλωι.
Así en castellano:
Junto
a la atalaya y al ventoso cabrahígo pasaron,
cada
vez más lejos de la muralla por el camino de carretas,
y
a los dos manantiales de bello caudal llegaron. Allí
manan
dos fuentes del turbulento Escamandro:
de
una brota el agua tibia y a su alrededor una nube de vapor
desde
ella asciende, como si fuera de fuego ardiente;
la
otra en el verano incluso brota parecida al granizo,
a
la fría nieve o al hielo cristalino de agua formado.
Ya estamos en el lugar de los lavaderos
y así los describe Homero:
ἔνθα
δ᾽ ἐπ᾽ αὐτάων πλυνοὶ εὐρέες ἐγγὺς ἔασι
καλοὶ
λαΐνεοι, ὅθι εἵματα σιγαλόεντα
πλύνεσκον
Τρώων ἄλοχοι καλαί τε θύγατρες
τὸ
πρὶν ἐπ᾽ εἰρήνης πρὶν ἐλθεῖν υἷας Ἀχαιῶν.
que diría así en
nuestra lengua:
Hay
allí junto a ellas unos anchos lavaderos
hermosos,
de piedra, en los que los resplandecientes vestidos
lavar
solían las esposas y las bellas hijas de los troyanos.
Y de pronto, se me viene al recuerdo
aquel lavadero en la curva de Mogor en el que Paco Mateos, al volver de la
playa de Lapamán paraba para coger agua, un agua finísima, helada en el pleno
verano galaico. Y recuerdo a las mujeres con las tablas de lavar de madera
hablando mientras restregaban las coladas y las aclaraban con la linfa pura.
Recuerdo aquel otro lavadero de la carretera de Moaña en donde las mujeres
también llevaban su ropa en cestas que
colocaban sobre sus cabezas y que, en difícil equilibrio, hacían llegar hasta
los caños. Y recuerdo también el lavadero de Boecillo, aún en pie y con su agua
en la fuente de Villamayor en donde hoy hay un hermoso parque en mitad de un
paisaje de cuento porque también Castilla tiene hermosos lugares que las aguas
convierten en pañuelos de prados y que, como decía don Miguel de Unamuno, son
menos de cromo que los del norte. Y pienso que, durante más de dos mil ochocientos años, el
mundo ha visto a las mujeres ir con sus ropas a los lavaderos, fueran de donde
fueran, ya de las enjoyadas Rías de Galicia, ya de Boecillo, junto al padre
Duero. ¡Cuánto ha cambiado la vida en muy pocos años! Como os he contado muchas
veces, he oído de pequeño los stridentia
plaustra virgilianos por las carreteras orensanas o sanabresas, con el eje
gimiendo como cuenta también Esopo en una de sus fábulas; he visto arar con arado romano y lavar a las
mujeres como las vieron Aquiles y Héctor. Debo de ser muy viejo.
¡Qué sensibilidad la de esta profesora
francesa a la que debo tanto! ¡Qué sensibilidad la de Homero que tuvo este
detalle con las mujeres que de seguro lo escuchaban mientras recitaba en las
plazas de los pueblos de Grecia y que se sentían halagadas con esta alusión!
¡Qué cerca nuestros griegos y nuestros
romanos que los malos políticos de turno nos quieren alejar con estúpidas
leyes! Pero los humildes profesores de “lenguas muertas” seguiremos luchando
por que nuestros alumnos “vean” esos lavaderos que nosotros, como Homero, vimos
en nuestra infancia perdida en una ya lejana curva del camino.
Y, por cierto, ¿qué es un cabrahígo? Os
lo cuento en la próxima entrada.
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