Almudena
Guzmán y yo somos, más o menos,
coetáneos. Era de esas poetas que triunfaban cuando yo pisaba los pasillos de la
Complutense y ella ya publicaba sus cosas en editoriales como Hiperión en las
que, pese a mi provecta edad, nunca publicaré. No sabía que había nacido en el
pueblo serrano de Navacerrada y tampoco sabía que, en el 2011, le habían
concedido el premio Tiflos que
concede la ONCE y que va, en principio, dedicado a los invidentes. Sin embargo,
no me extrañaría que más de uno se sacara los ojos con tal de ganar un premio:
cosas peores he visto. Ya en aquellos
años publicaba en ABC y se la veía por saraos poéticos de diversa índole.
También sé que se maneja en el verso libre y en el lenguaje coloquial y que, a rebufo de
Blanca Andreu y de su chica, circula por los caminos del neosurrealismo (que me perdone Jaime Siles por haber acuñado esta
palabra) Dicho todo esto, en este ferragosto,
os comunico que he leído El príncipe rojo
que fue galardonado con el Premio Internacional de Poesía “Claudio Rodríguez”
en 2005, cosa no rara pues el mismo
Claudio Rodríguez le había publicado su Libro
de Tamar y en el jurado que le
otorgó el premio había personas tan “claudianas” como Luis García Jambrina, hermano
de mi amiga de Facebook Concha García
Jambrina. ¿Qué si me ha gustado el libro? No es mi estilo este decir sin decir,
pero supongo que será bueno cuando tan sabios doctores le concedieron el
premio. ¿O no? Pensadlo durante este largo y cálido verano mientras leéis este
poema en un banco, eso sí, a la sombra.
En un banco,
meneando aburrida mis zapatos de bruja,
yo veía al invierno entrar y salir,
flirtear con el aire y sentarse finalmente a mi lado.
(Otro -pensé- que tampoco tiene nada que hacer
esta tarde.)
Ya me iba a levantar cuando descubrí su espalda
en la ventana de enfrente.
Usted hablaba con alguien.
Y en ese mismo momento
-los libros, cómo no, resbalaron patosos desde la falda
hasta el suelo-
se volvió a mirarme.
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