De Felipe Trigo, la primera noticia que tuve fue cuando me
destinaron a un instituto mostoleño que llevaba o lleva el nombre su nombre.
Miré entonces en la biblioteca Salvat que sigue habiendo en casa y se le
acusaba de escritor erótico, casi pornográfico. Como no soy dado a tales
excesos, postergué su lectura hasta este verano en que, gracias de nuevo a
Jesús Sanz Rioja, elegí Jarrapellejos,
quizás su mejor obra. Remito al magistral prólogo de Rafel Conte a cualquiera
que quiera profundizar un poco en la obra y en el estilo del escritor extremeño
que habitaba en la Ciudad Lineal. Conte está de acuerdo con la primera de las
acusaciones que se la han hecho tradicionalmente a Trigo, la de escritor
erótico, pero matiza mucho esta calificación pues Trigo, para la base de una
futura sociedad socialista en torno a un amor liberado, pone por modelos a la
Venus pagana y a la Inmaculada Concepción (cf. pag. XIV de la introducción de
Conte) y refuta la segunda, la de mal escritor ni más ni menos que con palabras
de don Julio Cejador y Frauca, el ilustre catedrático: “De hecho es el
novelista que más vivamente comunica al lector el fuego de sus enardecidos
afectos…”. Un servidor, sin el conocimiento de Conte, el ilustre crítico, puede
decir que Jarrapellejos es un reflejo de la España negra, esa España contra la
que lucharon los regeneracionistas como Joaquín Costa, aquel maño que quería
echar siete llaves al sepulcro del Cid, Por ahí anda la justicia vendida al
cacique, los alcaldes ladrones y serviles, los servidores sin escrúpulos a los
que Pedro Luis Jarrapellejos promociona a puestos notables. Vamos, como si la
novela se hubiera escrito, poco más o menos, hoy mismo.
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