Pasaron
los años y, tal y como hemos dicho, una parte del madero santo quedó en
Jerusalén. Constantino y su madre construyeron la Basílica del Santo Sepulcro
para que la reliquia quedara guardada y para que los fieles le dieran culto. Recordemos
que aún no habían llegado los musulmanes (quedaban tres siglos) hasta Tierra
Santa. Sin embargo, no lo musulmanes, pero sí el rey persa Cosroes II llegó
hasta Jerusalén, arrasó el templo y se llevó la Cruz que puso a sus pies como
desprecio. Tras quince años de luchas, el emperador bizantino Heraclio venció a
los persas y se trajo de nuevo la Cruz a Jerusalén, entrando en la ciudad santa
en solemne procesión. Tan solemne la quiso hacer que él mismo quiso llevar la
cruz y, para ello, se cargó de riquezas y de lujo. Sin embargo, era incapaz de
levantarla ni un milímetro del suelo. Tuvo que despojarse de sus riquezas para
poder levantarla y llevarla en procesional triunfo por las calles de Jerusalén.
Este es el origen de la fiesta de la Exaltación de la Cruz que hemos celebrado
el domingo pasado. Y de esa Cruz de Jerusalén, más adelante, vendrán los
diferentes ligna crucis que hay
repartidos en el mundo, entre ellos, como es lógico, el “nuestro” de Santo
Toribio de Liébana. Y the end a esta
historia que le hubiera agradado tanto a don Antonio Ruiz de Elvira.
No hay comentarios:
Publicar un comentario