De
Ernest Hemingway había y he leído poco. Me cargaba su personaje de cazador
blanco super macho, su imagen de bebedor de mojitos, sus fotos de macho en la
plaza de los toreros machos – Ronda- al lado de Antonio Ordóñez. Me cargaba
toda la parafernalia que lo rodea: el hotel donde dormía en Pamplona, la barra
en donde se ponía hasta las cejas de ginebra, las amantes, las que no lo
quisieron, los políticos que lo apreciaron y los que lo despreciaron, su
suicidio de cazador varonil. Para remate, leí Fiesta y no me gustó, lleno de topicazos sobre España, sol, amor y
fiesta. Hasta me pareció que estaba mal escrita. Por eso tenía en aprecio ese pequeño
bar que en la bajada del Arco de Cuchilleros tiene este expresivo rótulo:
Hemingway never ate here. Sin embargo, como se mudan los tiempos y se mudan las
voluntades ( perdón Camoens por copiarte) he leído Las nieves del Kilimanjaro y no me ha disgustado. Ya me dijo ese
lector empedernido que se llama Jesús Sanz que, posiblemente sus cuentos,
leídos en pequeñas diócesis, me gustarían. Y en ello estamos: cuando haya leído
más, ya os cuento. Pero, desde ahora, no me importa que don Ernesto haya comido
en casi todos los bares de Madrid.
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