Ya sabéis que gusto
de leer los Episodios Nacionales de Galdós y que, como escribió tantos, siempre
tengo alguno por leer que es una promesa de placer lector de primera categoría.
Esta vez le ha tocado el turno a La
revolución de julio, ése que hace referencia a la “Vicalvarada”. Si antes
he dicho que la lectura de Galdós es siempre un placer, tengo que matizar un
poco lo dicho pues, al ser un espejo del siglo XIX, el lector se encuentra con
“la España eterna” de mangantes en gobiernos absolutamente ineptos que tenían a
un pueblo en las más absoluta de las miserias. Así el palacio de María
Cristina, santa viuda de Fernando VII, era un nido de intrigas, y comisiones
por, vaya un ejemplo, las concesiones de los ferrocarriles. Las turbas queman
el palacio, pero no tan española costumbre que, más tarde, ya a finales del
siglo XX, se repitió con el AVE. Y, mientras lees, te va entrando una tristeza
ácida porque te vas dando cuenta de que nunca cambiaremos, que España ha tenido
la desgracia de tener unos gobiernos tan nefastos que es un milagro que siga
todavía en pie como país (o lo que queda del país). La “Vicalvarada” fue una
revolución de andar por casa, una revolución de amiguetes (otra palabra muy
española), una revolución que, atentando contra la etimología de esta palabra
tan manoseada, dejó las cosas como estaban. A veces, leer a Galdós produce una
honda pena, pero su lectura es absolutamente necesaria para entender España y
entendernos nosotros, ese sufrido pueblo al que nos llaman españoles y de los que dijo don Antonio Cánovas – por
cierto, también metido en esta revolución- que éramos aquellos que no nos
habían dejado ser otra cosa. Pues si lo dijo don Antonio, amén.
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