ALCIBÍADES EN EGOSPÓTAMOS
El caballo más rápido de la Hélade, con
sus crines al viento y con un galope tan veloz que le hubiera parecido a
cualquier caminante que hubiera seguido ese mismo camino que no tocaba la arena
blanquecina y que volaba sobre ella haciéndola saltar a las cunetas por su
velocidad, se dirigía enloquecido a los acantilados del Helesponto. Su jinete,
un hombre ya mayor, pero que conservaba aquella hermosura que tanta admiración
había despertado en su juventud, con la mirada fija en un escaso pinar cuyos
pinos, doblados la fuerza dl viento
proveniente del mar, parecían postrarse ante su paso, estaba desterrado en sus
posesiones de Lámpsaco y hasta allí un mensajero se había llegado para avisarle
de que los atenienses y los espartanos se iban a encontrar en el río
Egospótamos, “el río de la cabra” para aquellos que no sepáis griego. Conón,
Tideo y Menandro dirigen las naves atenienses y Lisandro las espartanas. Y
aquel jinete, el más elegante traidor, que la historia ni había visto antes ni vería
después, quería ver la formación de las naves de sus compatriotas.
Cuando llegó a lo alto de un
promontorio, vio que los barcos estaban fondeados en una playa que estaba
alejada de cualquier ciudad y que tenían que ir hasta la ciudad de Sestos, que
distaba quince estadios, para
aprovisionarse. Era un error de bulto, un terrible error que los atenienses
quizás pagarían con una derrota histórica. Entonces Alcibíades se dio cuenta de
que no iba a tener otro remedio que bajar por
la senda - estrecha y peligrosa
pues las piedras caían con frecuencia y había muchas posibilidades de resbalar-
y hablar con los que , a la sazón, eran
los estrategos cuyos nombres acabamos de mencionar. Desmontó y, cogiendo
a su caballo por las riendas, fue bajando muy despacio por el sendero.
Cuando los estrategos vieron que un
desconocido bajaba por el escabroso
camino que descendía hasta la playa, no se pudieron imaginar quién era. Tampoco
lo veían bien cuando Alcibíades, habiendo pagando a un pescador que remendaba
sus redes en la playa, ( y habiéndose montado) montado en la barca que, tras le duro trabajo de la noche reposaba en
la arena, se fue llegando a la trirreme en la que estaban los estrategos. Tuvo
que estar el esquife muy cerca de la borda para que los jefes de la flota
ateniense reconocieran a Alcibíades que, pese a su cabello algo encanecido,
conservaba esa belleza deslumbrante que le había hecho ser el hombre más
deseado y más odiado de Atenas. Cuando subió a bordo, Conón no pudo reprimirse
y le preguntó con hiriente sarcasmo que de parte de quién venía porque,
considerando su vida, tanto podía venir de parte de los espartanos, como de
parte de los atenienses. Alcibíades, gallardo en el dolor que la pregunta le
había producido, le respondió:
-
Noble Conón, vengo de parte de
Alcibíades y me extraña que un hombre como tú, cuya diligencia y acierto como
estratego conocen la Hélade entera, me
haga esa pregunta tan hiriente a la que, no obstante, voy a contestar: es el
amor a mi patria lo que me lleva hasta vosotros.
-
- ¿De qué patria hablas, Alcibíades? ¿De
la Atenas contra la que luchaste al frente de las campañas que tú mismo les
habías propuesto a los espartanos? ¿Vienes
pues como un espartano pues como tal conseguiste destruir Atenas?
Alcibíades, encajando
el duro golpe le respondió:
-
Conón, sabes que fui el artífice de
las victorias atenienses que obligaron a Esparta a pedirnos la paz.
-
Es posible.- le replicó Tideo- que
vengas como ateniense, pero en tu conciencia tiene que estar aún la derrota de
Sicilia por no hablar de esa broma estúpida de niño rico que consistió en
decapitar los Hermas. Guapo, rico, culto, discípulo de Sócrates, siempre te
creíste con derecho a todo. Ni siquiera fuiste capaz de enfrentarte al juicio
que te esperaba en tu ciudad y, cuando la trirreme del Estado, la Salamina, te
estaba aguardando para llevarte ante los jueces, en lugar de pasarte de tu
barco a ella, dijiste que la seguirías con tu
nave, pero te diste a la fuga en Turios con toda tu tripulación y te
entregaste en brazos de los espartanos. Bueno, y de las espartanas pues te
acabaron echando cuando se supo que te acostabas con la esposa de Agis III, el
rey espartano.
Callaba
Alcibíades y tomó el relevo de las acusaciones otro de los estrategos, Menandro:
-
Si quieres, noble Alcibíades, te
recuerdo tu etapa con los persas, cuando aconsejaste a Tisafernes que
sobornara a los generales de las
ciudades del Peloponeso para conseguir información. ¿O quieres, acaso, que te
recuerde cómo negociaste con los oligarcas atenienses para que regresaras a
Atenas trayendo el dinero de los Persas del que una no pequeña parte les
entregaste?
-
Todo lo que dices, caro Menandro, es
verdadero, nada hay en lo dicho de falacia, pero pecas de inquina hacia mí en
la selección de tus argumentos. ¿Te olvidas de que en Cícico, en la primavera del 410, me puse al frente de
las naves atenienses y que, gracias a mí, los atenienses capturaron todos los
barcos espartanos que no habíamos destruido en el combate?¿No te quieres acordar
de aquella carta que, enviada a Esparta por Hipócrates, decía que los barcos
estaban perdidos, que los soldados se morían de hambre y que no sabían qué
hacer?¿Te olvidas, Menandro, de que los espartanos propusieron una petición que
los atenienses rechazamos?
Le
miró Menandro con una media sonrisa y le dijo:
-
Me parece bien , Alcibíades, lo que
hiciste. Todos los atenienses conocemos tus hazañas a favor de Atenas, pero lo
malo es que recordamos también tus
traiciones pues queda en nuestra memoria cómo llegaste a Atenas en la primavera
del 407 y cómo se cancelaron todos los procesos penales que tenías. Es más,
hasta los cargos por blasfemias te fueron retirados. También recordamos cómo en
Notio, Lisandro te venció y cómo el mismo Antíoco murió. ¡Qué bien conocía
Leandro las características de nuestra flota, Alcibíades!¿No le habrías dado
tú, a cambio de dinero, tú única patria, toda la información que necesitaba?
-
¡Mientes, canalla! Yo me había
trasladado a Focea para ayudar a Trasíbulo en el asedio que mantenía alrededor
de esa ciudad. Dejé Notio y dejé ochenta barcos al mando de mi timonel de
confianza, Antíoco, al que le di órdenes expresas y claras de no atacar, pero
él, imitando las tácticas que usamos en Cícico, atacó a Lisandro al que unos
traidores habían informado con minuciosidad de cómo era nuestra escuadra.
Antíoco mismo murió y el resto de barcos fue destruido y con ellos el resto de
la flota de Atenas. ¿Vas a negar, canalla, que regresé para plantarle cara a
Lisandro y que éste no quiso luchar? Por el error de Antíoco de luchar en
contra de mis órdenes, me echasteis a mí la culpa de la derrota y por eso, por
el odio que me tenéis, me vine aquí al Quersoneso. Pero conmigo también se
retiraron Trasíbulo, Terámenes y Critias, los mejores estrategos de Atenas;
pero, para ellos, no hubo destierro. Ahora he visto el error en el que estáis y
temo que los espartanos nos venzan de nuevo.
-
- ¿Nos venzan de nuevo, Alcibíades?
¿Ahora estás con nosotros?
-
Sí, Conón, estoy con vosotros porque
veo lo que tú tendrías que haber visto si hubieras sido un marino capaz y no un
pobre desgraciado al mando de la flota ateniense. Parece mentira que no hayáis
visto esto: si os estáis aprovisionando en Sesto, trasladad allí la flota. No
sólo os ahorraréis un viaje absurdo, sino que también tendréis un puerto seguro
para atracar.
Conón
lo miró de arriba abajo. Reconoció (para sus adentros)que tenía razón, pero no
se la dio por pura soberbia. Tan sólo le dijo:
-
¿Qué parte del mando de la flota
quieres por tu sabio consejo, Alcibíades?
-
Ninguna parte, Conón. Lo hago por amor
a Atenas.
Conón
rompió a reír:
-
¡Por amor a Atenas! Alcibíades, ¡por
Zeus! ¿qué te importan a ti Atenas, Esparta o Samos? Tú sólo eres del partido
de Alcibíades. Además, si no te hago caso y somos derrotados, cosa muy
improbable, ,la culpa será mía y de los otros dos estrategos por no haberte
escuchado; si, por el contrario, te escucho, la gloria va a ser para ti. Así
que sabes lo que te digo: vete, coge tu caballo y vuelve a tus castillos, al
lujo en el que siempre te criaste, a tus queridas a las que sigues
satisfaciendo como cuando eras un muchachito. No nos comprometas. Nosotros, a
diferencia de ti, somos honrados ciudadanos que luchamos por la patria. Eres el
más canalla de la historia de Atenas y ni siquiera con este acto vas a limpiar
una vida de traiciones y mentiras. Vete, Alcibíades, nunca te hemos recibido en
nuestro barco.
-
Mucho me estáis hablando ahora
vosotros tres de la polis, de la patria y no puedo por menos que formularos
esta pregunta. ¿qué entendéis por patria? Porque la Atenas de la que habláis,
de la que decís defender su democracia y su libertad, es decir, la Atenas de
los ciudadanos libres como nosotros e hijos de buenas familias no es la misma
que la Atenas de los esclavos, de los metecos o de los artesanos que se pasan
el día trabajando en su humilde taller.
¿No
será, acaso, luchar por la patria luchar también por nuestro dinero, por
nuestras fincas en las que trabajan nuestros esclavos, por las minas de plata
de Laurión de cuya plata nos lucramos, pero en las que trabajan esclavos y
condenados? Sí, bien sé que luchamos por nuestra democracia., pero ¿nos
acordamos cuando legislamos en nuestras instituciones, cuando hacemos hermosos
discursos en la Ecclesía, con nuestro verbo libre y bien trabajado, de los
esclavos, de los metecos, de los artesanos, en definitiva, de los que poco o nada
tienen? ¿o bien legislamos para nosotros desde nuestra posición privilegiada?
¿Hemos ido alguna vez al barrio del Cerámico
a ver cómo viven los hijos de los
artesanos o nos hemos preocupado por los hijos de los metecos o por los hijos
de nuestros esclavos que, a su vez, serán nuestros esclavos si es que no los
vendemos en alguna vergonzosa subasta en dónde se comercia con lo que no
debería venderse ni comprado: un ser humano? Nos creemos que somos superiores a
los persas, a los espartanos porque tienen a los ilotas en esclavitud, a todos
los bárbaros, pero con nuestra brillante y libre democracia sólo nos ocupamos
de nosotros mismos, de los afortunados hijos de ciudadanos que ya lo somos por
nacimiento. Es posible que los pobres existan siempre porque se necesitará
siempre alguien que trabaje mientras nosotros paseamos por los pórticos o
discutimos en el ágora; es posible que, en siglos venideros, los esclavos lo
sean con otro nombre porque también serían esclavos si trabajaran en
condiciones ignominiosas, si les negaran el sueldo que en justicia merecen, si
no fueran más que una fuerza de obra bruta que sólo sirve para enriquecer a sus
amos. También serán esclavos aquellos hombres que, en siglos venideros, no
tengan en sus trabajos y fuera de ellos, la condición de humanidad plena. Yo
fui, como bien sabéis, discípulo de Sócrates y por allí andaba un joven de
anchas espaldas que había querido ser dramaturgo cuyo nombre era Platón. Todos
éramos ricos, inteligentes, guapos, bien perfumados con los perfumes de Arabia,
con tiempo para hablar con nuestro
maestro, pero ¿dónde estaban los hijos de los que nada tenían? ¿Creéis, nobles
estrategos, que se puede filosofar si hay que ganarse el pan de cada
día?¿Pueden filosofar nuestros esclavos trabajando de sol a sol?¿Pueden
cultivarse sus mujeres y llegar a ser unas segundas Aspasias si paren como
conejas, van y vienen a la fuente y azacanean todo el día por la casa? Os digo,
compañeros, que el día que el hambre desaparezca del mundo, habrá una revolución
espiritual tan grande, tan de de primer orden porque los desheredados también
pensarán y nosotros tendremos que pedirles perdón por los siglos que les hemos
robado.
Os
habéis preguntado alguna vez cuántos Pericles, cuántos Sócrates, cuántos
Tucídides se echaron a perder trabajando en las minas, en las canteras del
Pentélico o en nuestras fincas?¿Habéis pensado en cuántas mujeres, tan
inteligentes o más que nosotros, vieron sui vida reducida al gineceo?
Pensadlo,
estrategos, y quizás entonces no hablaréis con tanta frivolidad de la patria y
de la polis,
Un espeso silencio se
produjo tan sólo roto por Tideo:
-
Muy bonito discurso, Alcibíades; se
ve, como tú mismo has dicho, que fuiste discípulo de Sócrates que todavía sigue
por Atenas con su aspecto de Sileno, tomando el sol con su oronda barriga, pero no has venido a lucir
tus dotes oratorias con esa tan acendrada defensa de los pobres, sino a
intentarnos engañar con tu falso amor a la patria que nunca tuviste. Márchate y
déjanos en paz.
Dicho
esto por Tideo, los tres estrategos se marcharon hacia popa en donde el timonel
había estado escuchando con atención el diálogo d ellos cuatro . Alcibíades se
quedó solo en la cubierta reflexionando en que no le habían hecho caso por pura
soberbia. No podía marcharse del barco sin intentar que eso hombres, que lo habían
gravemente insultado, entraran en razón. Por eso, se dirigió también a hacia
popa y, cuando estuvo a su lado, les dijo:
-
¡Que mal hacéis en no escuchar mi
consejo! Egospótamos será vuestra ruina; especialmente la tuya Conón. Pero
como, por otro lado, no eres un hombre lerdo y quizás tengas algunas hábiles
algunas alianzas con Evagoras I, rey de Chipre o hasta con el sátrapa
Farnabazo, acabes venciendo a los atenienses que, siempre aduladores, te colocarán una estatua en el Ágora junto a
las de Harmodio y Arostogitón. ¡Que los dioses y el pueblo de Atenas te perdonen!
-
Pide el perdón para ti, desgraciado, y
deja que nosotros sigamos con nuestro deber. ¡Márchate ya de este barco al que
nunca debiste venir, traidor!
Viendo
Alcibíades que nada se podía hacer, llamó al pescador que le esperaba con su
esquife, embarcó y llegando a la playa cogió por las riendas a su caballo y
subió de nuevo el escarpado camino del acantilado. Cuando estuvo arriba, montó
en él y, desde su caballo, echó una última mirada a la flota ateniense y pensó
- una vez más- en el error que cometían sus estrategos. Puso su caballo
al paso y, sin prisa, se encaminó a su castillo a donde, unos días después,
llegó un mensajero para llevarle la noticia de la derrota que los atenienses
habían sufrido en Egospótamos. Era cierto que su existencia no había sido
ejemplar, pero también era cierto que, en el atardecer de su vida, había recordado
su antiguo demo de Escambónidas, los dorados membrillos que le llevaba de
pequeño su madre Dinómaca, soles en miniatura que le perfumaban las tardes de otoño;
se acordó de su padre Clinias, de
Pericles que era primo de su madre, de su abuelo, que también se llamó
Alcibíades y que había sido amigo de Clístenes, el gran reformador de la
constitución ateniense en el siglo V. Recordó también a Hipareta, su mujer,
rica hija del muy rico Hipónico III, que le había dado dos hijos y de la que se
había divorciado pues , la verdad, su vida como marido no fue modélica y se había pasado los días y las noches con
hetairas. Había ido a galope tendido hasta Egospótamos porque, por primera en
su vida, se había sentido ateniense de corazón y, aunque no quería entrar en
debates sobre cuánto peso tenía la razón y cuánto el corazón en esa decisión,
quería que Atenas triunfara; le había perdonado las muchas injusticias que la
ciudad había cometido con él y hasta había recordado a sus dos hijos y, por un momento,
pensó que sería mejor que se educaran en un sistema como el ateniense aunque
tuviera mil imperfecciones, que en otro como el espartano con más
imperfecciones, pero sobre todo con una diferencia sustancial: que si en Atenas
estas imperfecciones se podían criticar de manera pública, en Esparta, el mero
hecho de decirlas, ya en público, ya en privado, te podría acarrear la muerte.
Por eso fue hasta aquella playa. Pero vio que los estrategos no le permitían
poder realizar el acto que redimiera una vida llena de errores. No conocían el
perdón aquellos tres hombres y quizás no le quedaba más remedio que morir en
esos castillos suyos del Quersoneso tracio, con crudos y oscuros inviernos de tempestades
de nieve. Con tan amargos pensamientos, se fue quedando dormido.
Cuando despertó a la mañana siguiente,
el cielo estaba tan limpio, tan despejado de nubes, que parecía un cristal
azulado por el que atravesaban los rayos del sol. Vio que la vida era hermosa y
que viejo es el que se siente viejo y se aparta del mundo para morir. Él no era
viejo. Su maestro Sócrates hizo mal en tomar la cicuta y cumplir la sentencia.
Él, por el contrario, hubiera pagado y se hubiera librado de la muerte, esa
vieja ramera que nunca falta a su cita. Pensó que la vida es hermosa; las
estaciones, los ríos, los montes, los pájaros todo parecía hecho por un
demiurgo que había cuidado todos los detalles, que había cubierto su creación
con una enorme belleza. Pensó que la vida merecía la pena ser vivida hasta el último
sorbo como si fuera un vino que se apura hasta las heces. Pensó que la vida
había que vivirla como la había vivido él: sin freno.
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