Este cuento
tiene para mí un significado muy grande porque era una historia que me contaba
mi abuela Patrocinio y que trataba de cómo, durante la Guerra Civil y mientras
su padre estaba desaparecido, iban todas las noches a ver si estaba su padre
entre los desgraciados a los que habían dado el paseo. Me gusta este cuento
porque está su hermana Carmen, una mujer fuerte que moriría de cáncer en los
años sesenta, pero que rompió muchos moldes al vivir de una manera que no era
admisible por la sociedad madrileña de la época. Por este cuento me concedieron
un premio en Boecillo y una pequeña cantidad de dinero que no voy a decir, pero
que os puedo asegurar que no me permitió comprarme el Aston Martin que anhelo.
Con mi cuento os dejo.
EL
ENCARGO
La verbena
empezaba pronto. Carmen y yo teníamos la ventana abierta y desde la calle nos
llegaba el ruido del carro del señor Andrés que repartía la fruta por el
barrio, las voces del chaval que pregonaba la prensa por las esquinas, el olor
del jardincillo cercano que ponía una nota de frescura en la ardiente tarde
veraniega, las voces de los niños jugando en las aceras, las risas de las
chicas que secreteaban entre ellas. Todo era como una sinfonía de vida que nos
preparaba para los farolillos, para la orquesta, para la verbena que ponían en
el solar del parque nuevo. La llevábamos esperando todo el año, probándonos
vestidos, haciéndonos peinados; llevábamos todo el año esperando ese día en que
nos llegara el olor mágico de los churros del señor Matías, los ensayos de la
orquesta y viéramos pasar a los vecinos camino del solar, cogidos del brazo de
su novias, riendo, porque, aunque estábamos en guerra, aún nos quedaban esos
refugios para olvidar la muerte que era un horizonte de disparos lejanos en las
orillas del río. Ya hacía tiempo que la primavera, ajena al dolor y a la
sangre, se había instalado en el barrio y nos estaba preparando para hoy, para
el gran día de la verbena. De pronto, Carmen,
como si respondiera a una señal secreta, fue hacia la ventana, sacó medio
cuerpo y, como si hubiera recibido la señal esperada, se fue para nuestra
habitación. Yo también me acerqué y comprobé que la señal no era otra que el
olor a churros que indicaba que el señor Matías, el churrero empezaba su tarea
y, lo más importante, que abrían la kermés. Luego, se fue para nuestra
habitación, a ponerse el traje que se había estado probando por la mañana; yo
también me fui para la habitación que compartíamos ella y yo y, en silencio, me
comencé a cambiar. Me pondría el traje que había estrenado para mi cumpleaños;
sí, sin duda, ése es el que me pondría. Había un chaval, mecánico para más
señas, que andaba revoloteando detrás de mí y, cuando estuvimos juntos el día
del cumpleaños, me había alabado mucho lo guapa que me hacía: “qué bien te
sienta, chica; estás para nota” Me gustaba aquel muchacho cuya madre colgaba
los monos de trabajo en el patio para que se secaran y que, al verlos allí, tan
azules y tan largos, me recordaban al cuerpo que los había llenado la tarde
anterior, cuando bailamos hasta muy tarde, hasta que oí la voz de Carmen:
“vamos, Tati, guapa que esta noche vamos a tener bronca en casa. ¿Es que no
tienes reloj?” Me gustaba recordar, viendo los monos prendidos a la cuerda por
las pinzas de madera, aquellas pinzas de madera tan limpias de la señora
Gertrudis, el olor a la grasa que tenía el cuerpo de su hijo cuando me abrazaba
. “Chica, por más que me lave no se me quita.” Lo decía como una disculpa, pero
a mí me gustaba recordar ese olor por las noches, cuando me acostaba, porque me
parecía que él estaba a mi lado, abrazándome con sus brazos fuertes, besándome
como me besaba a escondidas en el cine o las sombras de la Plaza de los Olmos,
cerca de los calzados del señor Pascual, en donde nos despedíamos: “vete, que
no quiero que sepan en mi casa que salimos juntos” “Pues algún día se tendrán
que enterar, digo yo” Entonces yo subía por aquella calle en cuesta en cuyas
ventanas florecían los geranios en primavera y, al llegar a la esquina de mi
calle, me volvía y allí estaba él, dándome de mano. Me hubiera gustado haberme
llevado aquella mano que se agitaba en le aire y haberla guardado en mi pecho
como guardamos Carmen y yo aquel vencejo que apareció en nuestra terraza y que,
días más tarde, cuando ya vimos que aleteaba, lo soltamos y el pájaro se unió a
sus compañeros en ese carrusel enloquecido que formaban todas las tardes
delante de la casa, mientras la brasa del sol se iba apagando en los edificios
de enfrente. Me sacó de mis pensamientos la voz de mi hermana: “vamos, chica,
no te mires tanto, que vamos a llegar cuando la orquestina se vaya para casa”.
Ella ya estaba vestida. Yo admiraba su desenvoltura, su “ráspide” que decía
mamá, su alegría contagiosa, como si quisiera vivir muy deprisa porque la
muerte la aguardara en alguna revuelta del camino. Me vestí yo también y
salimos al comedor en donde nuestra madre estaba ahora cosiendo.
-
¿Ya
os vais?
-
Sí,
madre. Pero ésta ha tardado media tarde en vestirse.
-
No
se os olvide el encargo.
-
No,
madre
Y la alegría de Carmen
parecía que se anublaba de pronto como si madre hubiera destapado lo que ella
quería mantener oculto con su alegría y sus ganas de vivir. “Venga, pesada, que
vamos a llegar tarde”. Y las dos bajábamos por la escalera camino del portal.
Hacía calor en la calle. Al salir del viejo portalón, una bofetada de calor no
daba en las caras. Enfilábamos hacia la kermés y, guiadas por el humo del
puesto del señor Matías, llegábamos antes que con antes hasta la puerta de la
verbena. No le faltaba detalle: los farolillos, las casetas, el tiovivo, la
pista de baile con el altillo para la orquesta. No había casi nadie a esas
horas pero a nosotras nos gustaba recorrerlo todo, ver cómo los feriantes iban
levantando los toldos y preparando las casetas. Algunos requebraban a Carmen
que les soltaba cuatro frescas. En un banco nos tomábamos un boliche y
esperábamos a que llegaran más amigas. La luna, era entonces un enorme globo
rojo que despegaba de la tierra. “Mira, Tati, ¡qué luna tan roja! Parece que ella
también ha venido del frente y está herida! ¿Qué pensará la luna de tanta
sangre? Pero, venga, vamos al baile que luego se nos pasa volando. Señor
Matías, una docena de churros para mi hermana y para mí”. Ella creía que no me
daba cuenta, pero yo veía que se comía
los churros con rabia, casi con asco, porque no podía hacer nada por
parar aquella barbarie que se hacía presente a cada momento con el sonar seco
de las ametralladoras en las márgenes del río, con las sirenas que nos enviaban
al refugio, con las bombas que, con ese silbido que nos helaba el corazón, iban
dejando agujeros en las calles y en las almas. Ella creía que yo no la veía,
que no sabía que ella, la hermana fuerte, lloraba por las noches porque sabía,
como todos, que la muerte rondaba como una sombra oscura y misteriosa cada
rincón de la ciudad. Por eso se comía así los churros, con ira, porque allí, en
medio de tanta vida, en medio del calor del verano que comenzaba y de la
música, se colaba la muerte como una invitada inoportuna.
Ya la noche llegaba por
los tesos y cuando llegaba la noche, la orquesta empezaba a tocar. Aquel día
bailamos las dos con desesperación, con la misma rabia con la que Carmen se
había comido los churros. La luna, pintada de rojo, fue poco a poco subiéndose por el tejado de
la iglesia y cuando llegó a lo alto, se paró para ver cómo bailábamos una polka
que la orquesta tocaba con entusiasmo. Había cesado ya el diálogo absurdo de
los cañones que eran el horizonte habitual de aquellas noches y parecía que no
pasaba nada, que nunca había pasado nada. El mecánico había bailado toda la
noche conmigo, había tenido mi cabeza apretada contra su pecho y había sentido
su respiración viril, su olor a grasa. También había sentido un escalofrío
porque me dijo que le habían llamado a filas y que, en unos pocos días, tendría que ir para el
frente. Pero la orquesta cada vez tocaba más fuerte como si quisiera con sus
bailes acallar la voz de la guerra, del odio, de la sangre. Carmen me sacó del
ensueño:
-
Tati,
venga, que tenemos que cumplir el encargo de madre.
Y las dos salimos de la
kermés corriendo calle abajo, en silencio, sin atrevernos a decir nada, como
sabedoras de que íbamos a cumplir con un destino inexorable: el que nos iba a
llevar a ese campo al que, cuando éramos pequeñas, nos marchábamos a jugar algunos días; aquel
antiguo cementerio al que habíamos bautizado como “el campo de la calaveras”.
La luna estaba en lo más alto del cielo y, a mí, me parecía que seguía teniendo
un color rojizo, extraño, que no era la luna alegre que veíamos en los veranos
del pueblo, cuando, unos pocos años atrás,
Carmen y yo nos bajábamos a lavar la ropa de las muñecas a aquel arroyo
que iba para el río grande cuyas aguas, tras un largo viaje, llegaban hasta el
mar. Las dos, muchas noches, con la luz apagada, recordábamos aquellos veranos
que pasábamos en el molino, los baños en el río, los desayunos de pisto y nuestro proyecto de,
algún día, seguir aquel arroyo hasta su final y, luego, por las orillas del río
grande que aparecía en los libros de la escuela, llegar hasta el mar que no
conocíamos. Y, al decir mar, la boca se nos llenaba de gaviotas, de libertad y
de alegría. Luego, un día, vimos a mi padre que cruzaba por el puente de hierro
y lo vimos venir cabizbajo, triste. No nos dio ningún regalo y se sentó en el
poyo que tenía el molino en la puerta. Habló con mi madre y a ambos la cara se
les quedó como si hubiera ocurrido una gran desgracia. Algo hablaron de la
sangre que iba a correr entre hermanos y de que eso no iba a arreglar nada. Y
padre se puso la cabeza entre las manos para que no viéramos que él, nuestro
padre, estaba llorando, y Ángel y Antonio, que eran pequeños, lo miraban casi
con miedo porque su padre, un mayor, estaba llorando y los mayores no lloraban
porque no tenían motivos, porque su pelota nunca se quedaba en las ramas de los
árboles o en el tejado de la casa de la Señora Inés. Pero mis hermanos no
sabían que la guerra había llegado y que con ella todo cambiaría. Hasta la
luna parecía que se había ido tiñendo de
sangre y que había perdido aquella alegría que nos llenaba el corazón.
A medida que nos
acercábamos al viejo cementerio, íbamos viendo sombras, cuerpos, bultos que se
movían como autómatas. Cuando llegamos nos pusimos junto a ellos y fuimos unas
sombras más que guardaban silencio con la respiración contenida mientras allá,
a los lejos, se veía un camión que venía hacia nosotros. Nadie se atrevía a
hablar. El camión paró y las sombras nos fuimos acercando hacia la caja en
donde se amontonaban otros cuerpos, otros bultos, otras sombras, sólo que a
estas ya las habían acallado para siempre. Los fueron bajando uno a uno y
colocando en el suelo para que los reconociéramos. Se oyó el grito desgarrado
de una mujer que se agarró a uno de los bultos y empezó a llorar. Los cuerpos
estaban deformados, con las caras magulladas, con las bocas partidas para que
no denunciaran la brutalidad y la sinrazón. Carmen iba mirándolos uno a uno. Yo
no me atrevía.; me quedaba muy fija mirándola a ella y, cuando veía que pasaba
a otro bulto, entonces respiraba. No quería pensar que allí podía estar padre;
que en aquel camión nos hubieran dejado aquel hombre al que sacaron de casa ya
hacía más de una semana. Algún vecino, sin venir a cuento, ciego por la
sinrazón que conlleva el odio, lo había amenazado, pero mi padre sonreía porque
decía, “yo, Prudencia, no he hecho mal a nadie. Voy de mi taller a casa y no
quiero saber nada de política”. Y me acordaba de cómo, a veces, al volver a
casa, compraba unas sardinas para que madre nos las friera, de cómo el humo
llenaba toda la casa y de cómo él nos decía a todos con aquella sonrisa que
iluminaba sus ojos claros: “Bien van a saber los vecinos qué comemos hoy”. Y
entonces, en aquellas noches tristes en que teníamos que ir al “campo de las
calaveras” porque llevaban los camiones con los muertos, al recordar cómo nos
abrazaba y nos besaba mientras madre sacaba la fuente con las sardinas fritas a
la mesa, me echaba a llorar, pero a escondidas, amparándome en las sombras de
aquellas noches tan negras en las que la luna ni siquiera miraba a la tierra,
porque, si Carmen me hubiera visto, se me habría quedado mirando y me habría
dicho: “Vamos, Tati, que aquí no se llora” Y, aunque yo era la mayor, la
obedecía porque Carmen era como una fuente de vida en aquellos días de tanta
muerte.
Se seguían oyendo
gritos, llantos, imprecaciones a Dios que permitía tanta miseria entre los
hombres. Algunos bultos se quedan abrazados a otros bultos. La luz rojiza de la
luna hacía que toda la escena estuviera teñida de rojo de tal forma que las
caras tumefactas de los bultos silenciosos se parecieran a las caras llorosas
de los bultos que aullaban de dolor. Sonó la voz aguardientosa y rota de un
soldado: “Vamos, coño, que no vamos a estar aquí toda la noche; que todavía nos
queda trabajo por hacer” Miró a Carmen con deseo y ella le dio la espalda y
siguió mirando uno a uno los bultos. Cuando llegó al final de la fila, se
arrebujó en el chal y salió corriendo; yo la seguí casi sin aliento. En el
final del campo se paró jadeando.
-
¿Estaba
padre entre ellos?
-
No,
no estaba; pero a ver si eres tú otro día la que te encargas de mirarlos porque
el encargo madre nos lo hace a las dos.
Me lo decía con esa
fuerza que tenía ella para todo, pero nada más decirlo se sentaba en el suelo,
se quitaba los zapatos que había llevado a la kermés, y que ahora estaban
manchados de barro, del mismo barro que ya empezaba a cubrir a los bultos del
camión, y se echaba a llorar. Y yo me abrazaba a ella y las dos llorábamos
hasta que la luna con su cara tinta en sangre se iba marchando de puntillas,
como avergonzada, y dejaba un cielo negro, que a mí me parecía que no tenía la
luz consoladora de las estrellas, esas que según Don Senén, el párroco, eran
los ojos de Dios porque quizás Dios también se avergonzaba de todo aquello.
Luego, en medio de la oscuridad, volvíamos a casa para decirle a madre, que nos
esperaba levantada, que habíamos cumplido su encargo y que padre no estaba
entre los bultos silenciosos. Y ella callaba y las tres nos mirábamos pensando
que quizás mañana padre estuviera entre esos bultos sin voz que ya cubriría el
barro pegajoso que aún teníamos en los zapatos. Madre comenzaba a hipar y a
llorar, pero Carmen entonces se levantaba y decía que allí no se lloraba porque
al final la vida iba a ganar la partida y, a lo mejor, mañana padre entraba por
la puerta trayendo las sardinas que compraba en la pescadería del señor Fidel
para que las friera madre y todo volvía
a ser como antes. Y además, añadía con sorna, a lo mejor, hasta te casas con el
mecánico, Tati, que eso no se sabe nunca. Pero otra vez callaba y se iba a la
ventana. Se oían lejanos los disparos allá en las orillas del río, el tableteo
de las ametralladoras y los cañonazos que retumbaban en un horizonte de
silencio, como los truenos en las tormentas que a veces en verano se formaban
por la sierra. Carmen, entonces, cerró la ventana y, con la misma rabia con que
se había comido los churros, me dijo:
“Tati, vamos a probarnos el vestido que nos arregló madre que mañana la kermés
es en el barrio nuevo y por allí son muy presumidos”