MARTE
INVICTO
Apenas
era una sombra el caballero que cruzaba embozado la plazuela del Conde de
Barajas en una noche de otoño. Allá por el final de la calle de San Justo aún
se veía la silueta malva de la Sierra de Guadarrama. El viento se distraía en
hacer sonar las ventanas que se habían quedado abiertas, en husmear por los
callejones oscuros, en bajar por las chimeneas buscando las cenizas aún
ardientes de los hogares. Ese mismo viento agitaba la capa del caballero, le
hacía arrimarse a las paredes del convento de San José del que, como en un
sueño, escapaban las monótonas letanías de las monjas. Los hachones de las
esquinas, agitados por el vendaval, le negaban su luz. La luz que tanto
necesitaba en estos momentos de confusión; la luz que buscaba anhelante entre
tantas sombras. Sólo su sombra vacilante se reflejaba en las casas cerradas.
Había salido del Alcázar sin rumbo fijo y sólo quería pensar, poner orden en su
conciencia. Al revolver de una esquina se topó con el olor acre de una taberna
Porque los lugares y las ciudades, como los animales, emiten olores. Un
rectángulo de luz se proyectaba en la calle y por la puerta entreabierta se
oían los cantos desafinados y absurdos de los borrachos.
Penetró el caballero y se sentó. Al fondo, un
grupo brindaba a la salud del rey. ¿Qué sabían ellos del rey? ¿Qué sabían de
aquel hombre que le había llevado a esa situación en la que se encontraba? Si
tuviera la libertad de aquellos mendigos que pedían vino, más vino, vino para
adormecer el dolor, el hambre, la miseria, la inteligencia, la conciencia; para
hacer callar al hombre que había en ellos. Más vino para que todo siguiera
igual: los nobles en sus palacios, el rey en su Alcázar, los pobres en sus
tabernas y él ¿dónde estaba él? ¿no había nacido pueblo y pueblo se había
criado? Recordaba las calles de su ciudad en las que se mezclaban el olor de
las especias que llegaban a su puerto con el de los naranjos que florecían en
primavera. Allí había sido un buen pintor, había pintado para los mejores
conventos. ¡Cómo recordaba a aquella chiquilla, casi una niña que le había
servido de modelo para la Inmaculada que le habían encargado las Carmelitas
Descalzas! Nadie lo supo nunca pero se
enamoró de ella y, cuando dejó aquella ciudad buscando su suerte en la corte, lloró
ante aquel cuadro, ante aquella Virgen niña que le miraba con toda la belleza
del mundo. Pero qué importaba eso ahora. Él estaba allí, en aquella taberna,
bebiendo un vino tan espeso y turbio como su conciencia. ¿Dónde estaban
aquellas gentes que poblaban antes sus cuadros? ¿Dónde estaban los mendigos,
las viejas friendo huevos, los aguadores. De su paleta ya sólo salían reyes,
valiosas rendiciones. Era el pintor de cámara, debía de cumplir con sus
obligaciones pero sentía que no estaba con los suyos, que en sus delirios de
grandeza – ya se rumoreaba que más tarde o más temprano una cruz roja
presidiría su pecho – había olvidado a aquellos seres desgraciados que habían
llenado sus cuadros. Hasta había abandonado a aquella niña que guardaba en su
ojos azules todo el misterio del amor y de la vida y que quizá ni siquiera
estuviera ya en España y hubiera partido, como tantos otros camino de las
Indias. ¡Pero qué importaba eso ahora, Dios mío! El rey le había encargado unos
cuadros mitológicos para la Torre de la Parada. ¡Cuadros mitológicos en una
corte analfabeta en la que el monarca no conocía más diversiones que la caza y
las mujeres! Ése que dejaba de noche el Alcázar para irse a los prostíbulos de
Madrid le encargaba cuadros mitológicos. ¿Qué hacía la mitología, el mundo
hermoso de los griegos, en aquel Madrid embrutecido de hampones y prostitutas,
en ese Madrid que el mismo rey recorría por las noches en busca de Marfisa, su
ramera favorita, aquella que le proporcionaba el señor Obispo ante la impotencia
de la reina? ¿En ese mundo iban a tener cabida sus cuadros? Si hubiera sido en
Italia, en aquella Italia que tanto amaba todo hubiera sido distinto. Allí
pintó a Vulcano y los Cíclopes y le bastó con salir a la calle y elegir a unos
cuantos “ragazzi” para modelos. Aquellos italianos eran como dioses antiguos y
conservaban aún la belleza de aquellas fábulas. Pero en aquella taberna de
ambiente espeso, de rostros malencarados, de miradas de rencor por la lacería,
de cantos obscenos ¿dónde iba a encontrar sus modelos? No, no era capaz de
pintar lo que el rey le pedía. Ni podía ni debía. Tendría que dejar Madrid, el
Alcázar, su Cruz de Santiago y volver a las tardes doradas y tibias de su
Andalucía. ¿Culpable? No. Había tenido ambiciones y era lícito que así hubiera
sido. Todo el mundo las tiene. Pero su conciencia estaba limpia, nadie le podía
echar en cara que hubiera abandonado a los suyos. ¿No defendió a los
barrenderos de palacio frente a aquel italiano fatuo y presuntuoso que les
quería tratar como esclavos?
El
humo de la taberna lo enturbiaba todo. Hasta las conciencias. Bebió un sorbo de
aquel vino áspero y gordo que un carromatero había traído desde Toro aquella
misma mañana y pensó en el primer cuadro que le encargaba el rey: Marte. Bebió
otro sorbo y se dijo que quizás de memoria podría pintarlo recordando aquellos
muchachos italianos que recorrían las calles de Roma. Y se adormeció.
Fue
al despertar cuando lo vio. Frente a él había un hombre sentado, con grandes
bigotes, de mirada grave, ensimismado en sus pensamientos, vestido a la usanza
de los Tercios de Flandes. En su jubón gastado se acumulaban todos los olores:
el sudor caliente de los caballos, el hedor sofocante de mil establos, el
frescor de las bodegas en las que el vino aliviaba la garganta seca tras la
batalla, las nieblas resinosas de los pinares de Las Landas, el salitre del mar
en las playas de Ostende... Sin duda un veterano que volvía a España tras
numerosas victorias, tras numerosas rendiciones gloriosas como las que tenía
que pintar él por obligación de su rey y señor. Un soldado victorioso, un Marte
invicto. Pero entonces ¿por qué su tristeza? Los ojos de aquel Marte recorrían aquella taberna y veían la España
por la que había sacrificado su juventud, una nación empobrecida, desengrada en
guerras ajenas a sus intereses, entregada, por asco, por desidia, al vicio, a
la corrupción, con un rey al que había que esconder los cuadros de desnudos
porque era incapaz de ver en ellos la belleza de los cuerpos y sólo veía el
deseo animal de la carne; la España que entregaba el dinero de las Indias a los
banqueros mientras el pueblo se embrutecía en las tabernas y se moría de
penuria en los campos. A ese reino había dado su juventud. El caballero le
miraba; intuía lo que pensaba porque era lo mismo que pensaba él. Ese Marte
invicto era su Marte, el Marte que le haría vengarse del rey. Ya no importaba
lo que pintara después pues con ese cuadro el pueblo, su pueblo estaría vengado
y su Virgen niña y su aguador y su vieja friendo huevos no morirían inultos.
Aquel Marte los vengaría, ya los había vengado en su corazón, en el corazón del
pintor de cámara del rey de España.
Se
levantó en silencio y se dirigió hacia él:
-
Señor, soy Don Diego de Silva y Velázquez, pintor del rey que Dios
guarde. Si vos aceptáis, quisiera retrataros.
-
¿A mí? Vos, el pintor del rey, ¿queréis retratarme a mí, a un pobre
soldado? ¿De qué modelo os puedo servir yo, Don Diego?
-
De Marte, de Marte invicto en esta nación de mendigos, de hampones, de
hambrientos.
Aquel hombre sonrió. Miró a Don
Diego y éste comprendió que había entendido
su juego. Aquel cuadro iba a ser su venganza, la
venganza de ambos, la venganza de aquel pueblo que malvivía en las tabernas.
En la noche de Otoño, mientras el
viento se distraía en hacer sonar los postigos de los callejones olvidados, en
apagar los hachones de las últimas esquinas de aquel Madrid que dormía para
olvidar la pobreza, un Marte invicto cruzaba la plazuela del Conde de Barajas.
Su sombra se proyectaba en las paredes del Convento de San José en donde ya ha
rato que habían callado las letanías monótonas de las monjas – opio adormecedor
según un estevado escritor- y en cuyos
aleros se dormía la luna llena. A su lado un caballero embozado sonreía
satisfecho.
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