lunes, 7 de mayo de 2018

EL MILLÓN



EL MILLÓN
Cuando el cajero del banco me preguntó que si quería el dinero en una transferencia o en metálico, no lo dudé ni un instante: lo quería en metálico. La verdad es que este dinero equivalente a un millón en la moneda antigua del país no es, en los tiempos que corren, una gran cantidad, pero un millón tendrá siempre un  simbolismo que le imprimirá un carácter especial.  Así hubo en tiempos muchos programas en la televisión o en la radio que tenían como premio un millón de esa antigua moneda. Recuerdo, sin ir más lejos, Un millón para el mejor, en donde se entregaba esa sonora cantidad al concursante que hubiera llegado hasta el final de las preguntas que podían versar sobre ornitología, montañismo o música. Durante un tiempo, los ganadores de aquel programa se convirtieron en héroes populares cuya fama, pese a los muchos años transcurridos, aún perdura, sobre todo entre la gente mayor, para algunos de ellos.  Un millón se entregaba también en otros concursos en donde el participante podía coger con alborozo la mágica cantidad o, por el contrario perderla, y entonces venía aquella expresión de consolación por parte de los presentadores: ¡Oh, ha perdido el millón! Los ganadores de estos concursos pasaban  a formar parte de la pequeña historia del país y así, al cabo de los años, las televisiones hacía algún programa del tipo qué fue de fulanito que ganó un millón en tal programa y podía pasar  que el afortunado ganador viviera feliz con su familia y que aquel millón le hubiera servido para cambiar su vida o, por el contrario, que aquel dinero le hubiera llevado a ser más desgraciado. Si se trataba del segundo caso, el locutor de turno terminaba con ese muletilla de ya sabemos que el dinero no da la felicidad, muletilla que servía de consuelo para otras familias que ni habían tenido un millón ni quizás lo tuvieran nunca. También, proveniente de estos concursos, pasó al habla popular la expresión la pregunta del millón y así no era raro que, cuando alguien te iba a hacer una pregunta importante, te dijera que te iba a hacer la pregunta del millón queriendo expresar que iba a ser una pregunta de gran trascendencia y no cualquier pregunta baladí. Así, por ejemplo, se podría dar el caso que algún preguntón entrometido te preguntara que si querías tener más hijos, que si dejarías a tu mujer por otra o que si irías a visitar a aquel amigo con el que no te llevabas bien a consecuencia de algún asunto sin importancia, pero que os mantenía apartados. De todas formas, lo de la pregunta del millón se había convertido en una muletilla cargante que hartaba de tanto repetirla viniera o no viniera a cuento.
         Pero no sólo era en los concursos televisivos y radiofónicos en los que se hablaba del millón. También, en las películas americanas, un millón era una cifra muy importante y en  ellas con  más razón pues un millón en la moneda de aquel país era una cantidad que, convertida a la antigua moneda nacional de nuestro país, ponía los ojos como platos.  En las películas,  los robos, a veces, eran robos de un millón de dólares; la mansión del famoso o famosa valía un millón de dólares y hasta creo recordar que había una película que se titulaba El hombre del millón de dólares.
Es más, tanto los millonarios norteamericanos como los nacionales decían siempre que lo difícil era hacer siempre el primer millón porque luego los otros venían solos. Por tanto, visto hasta aquí lo que llevo escrito nadie podrá dudar de la importancia que tiene esa cifra en el pensamiento humano; sin embargo, aduciré algunos testimonios más. Un señor anciano, amigo de la familia, de padre berciano y madre francesa, y jefecillo en un banco importante,  cuando quería decir que algo en el mercado estaba muy caro, decía que estaba a millón. Tampoco era rara por entonces la expresión se ha gastado una millonada para expresar que alguien se había gastado mucho dinero en unas obras o en una inversión de capital.
         Pero es que, además, nos falta decir algo muy importante y es que en la moneda antigua del país, un millón, siempre y cuando no estuviera muy manoseado o, por ejemplo, usado en los mercados en donde las manos húmedas y sucias de los pescaderos o las manos también poco limpias de los fruteros y verduleros o las manos manchadas de sangre de los carniceros  los harían más pesados,  pesaba exactamente un kilo y que el kilo servía también para expresar el dinero que o se poseía o se había gastado o se había ganado. No eran raras las expresiones el tipo, fulanito tiene diez kilos en el banco; menganito se gasto tres kilos en un coche o zutanito había ganado tres kilos en el gordo de Navidad. Los millonarios, sobre todo si eran nuevos ricos carentes de la finura de expresión de los buenos colegios, hablaban de sus kilos mientras se comían mariscadas pantagruélicas, bebían ingentes cantidades de cava que seguían confundiendo con la sidra y se fumaban habanos de casi medio metro en fiestas de escaso gusto artístico en donde no faltaba la cantaora casposa y el guitarrista con halitosis provocada por la ingesta desmedida de manzanilla sanluqueña. En medio de estos saraos tan poco recomendables,  no era raro que alguno dijera, echando una bocanada de humo y haciendo un guiño a la cantaora  con chulería y prepotente arrogancia,  que iba a meter un par de kilos en un negocio muy floreciente y que iba a colocar en su empresa a tan selecto cuerpo de baile que recibía la noticia con palmas y olés y marcándose una farruca en la que los tacones ya gastados de los botines resonaban en la tarima como disparos de revólver. También los ricos, en medio de sus conversaciones cuyos temas solían ser casi siempre los toros, la caza y las putas, decían que le iban a pedir al director del banco unos kilos para un negocio que tenían entre manos y que, desde luego, les iba a reportar grandes ganancias hasta el punto que tenían pensado comprar un finca en los montes de Toledo en la que poder descolgar algunas perdices cuando les viniera en gana sin tener que ir a la del Marqués que parecía que les hacía un favor impagable cada vez que les dejaba cazar en ese trocillo de terreno maloliente que tenía en las afueras de la capital. Con lo dicho hasta ahora, creo que queda más que suficientemente demostrada la importancia que tenía en aquella sociedad el tener un kilo y cómo esa importancia se había transmitido y llegado hasta nuestros días.
                   No había duda pues que el kilo que yo tenía en casa era algo importante y, tal y como yo lo veía, cuasi pétreo, como una firma roca bien tallada por un cantero y convertida en sillar. Aunque a decir verdad, más que como piedra tallada en cantería lo veía como esos trozos de piedra que a veces aparecen en la naturaleza y que tienen una forma casi cúbica. Lo veía macizo, colocado en medio de un camino o como decoración en algún corral de alguna casa de un  pueblo de la región. También como una de esas piedras que, excavadas en su cara superior, sirven para pilón de ganado. Me gustaba su redondez y no quería que sufriera menoscabo. Si gastaba algo de ese millón, podría ocurrir como si a una de esas piedras le quitaran un trozo: que por ahí, poco a poco, se fuera rajando y que, al correr del tiempo, la piedra entera se viniera abajo. Por eso, para que no sufriera ningún tipo de merma, tomé algunas precauciones y la principal y la primera que se me ocurrió fue no ingresar el millón en una cuenta en la que pudiera sufrir el ataque de cobros y adeudos, sobre todo de esos cobros y adeudos que llegan traidoramente sin que los esperes.  Yo no quería que eso ocurriera con el millón, no quería que nada lo estropeara, que nadie le arrancara una muesca por pequeña que fuera. Me gustaba sentir que tenía un millón en casa, guardado en la mesilla de la vieja habitación que usaba para dormir la siesta. Aquella cantidad me hacía sentir más seguro y así, por ejemplo, con referencia al préstamo que había pedido para el coche, me gustaba comprobar que era inferior a la cantidad que tenía guardada en el sobre blanco que me dieron en la entidad bancaria en donde lo recogí y que, por tanto, cuando a mí me apeteciera, podía saldar esa deuda. Es más, vistas así las cosas, era yo el que tenía al banco cogido por salva sea la parte pues dependía de mi querencia el que yo cancelara o no la deuda.  Sin embargo, no lo iba a hacer porque prefería que el banco me fuera cobrando una pequeña cantidad durante dos años y que yo pudiera conservar en su total integridad mi millón. Pero es que no sólo en esto me sentía poderoso, sino en otras cosas. La presencia del millón en casa me había llenado de una confianza y de una seguridad como nunca había tenido. Me pasaba, por ejemplo, cuando iba por la calle y pasaba por las joyerías y relojerías del centro, siempre bien iluminadas y siempre bien olientes por los perfumes caros que gastaba su clientela, que me decía: si bien quisiera, podría adquirir uno de estos relojes, pero no quiero hacerlo. Como en el caso del banco, era yo el que dominaba a la relojería y no la relojería a mí. Mi negativa a comprar era un acto de volición.
         Sin embargo, lo más curioso de todo era que, desde que el millón estaba en casa, el dinero afluía por caminos que antes no había llegado nunca. Así, por ejemplo, podía pasar que, de pronto, consiguiera cincuenta unidades de la moneda del país en algún juego de azahar; o que, también de pronto, alguien me devolviera un dinero que me debía o que unos tíos lejanos me mandaran un regalo. Es decir, que el millón, como una piedra imán, tenía la capacidad de atraer más dinero.  Como dice el viejo refrán,  “dinero llama a dinero”. También ocurría que podía comprar cosas más o menos caras sin hacer uso del millón y comprobar luego con satisfacción que no sólo el poco dinero que tenía ahorrado  me llegaba de sobra para esas compras, sino que incluso, si lo hubiera deseado, habría podido comprarme algún otro capricho o alguna otra necesidad que hasta el día de la fecha tenía como casi imposible. Así enumero un ordenador portátil, una tabla de snowboard, un gps portátil para andar por la montaña y algunas otras cosas más. Repito, el millón que yo tenía a buen recaudo atraía al dinero y poco a poco fue cobrando un carácter simbólico, casi mágico, casi religioso.  El millón devino casi en el Ser de Parménides y fue tomando sus atributos: indivisibilidad absoluta y una existencia tal que o existía como un todo o no existía en absoluto. Yo era consciente que algún día tendría que hacer uso de él y recordaba casi con miedo como en aquel viejo cuento, un tanto retorcido todo hay que decirlo que me contaba mi madre,  en el que un niño acababa quemando su osito de madera más querido porque en una época de escasez y ante la enfermedad de su madre, no tenía más remedio que usarlo como leña. Yo cruzaba los dedos para nunca llegara esa necesidad y no tuviera que tocar mi millón. Por nada del mundo quería que saliera de mi casa y, es más, el no llevarlo al banco se había convertido en un acto de rebeldía que me rejuvenecía. Mi mujer me decía que encasa no ganaba nada, que estaba perdiendo intereses, pero el entregarlo en el banco me parecía, a lo último, un acto de traición. Tampoco tengo tiempo de ir al banco con este horario criminal que nos han puesto en le trabajo y que me impide poder tener alguna hora por la mañana para hacer gestiones bancarias. Sí, soy perfectamente consciente de que teniéndolo en casa estoy perdiendo dinero, pero los intereses que me podría dar el banco son una miseria; desde luego, mucho menos que lo que iba a sacar el banco negociando con mi millón. Así que una vez más me sentía poderoso frente a los que me controlaban y cada vez era más reacio a dárselo a ninguno de esos bancos que parecían buitres ansiosos de llevarse el millón rotundo y perfecto que conservaba en la vieja mesilla de madera barnizada. Quizás algún día me apiadara del banco y del dinero que estaban perdiendo por culpa de mi negativa a ingresar el dinero e ingresara el dinero, pero, como con los bancos no había que tener misericordia pues ellos no la tenían con nosotros, tampoco la verdad era algo que me corriera prisa. Quizás cuando mejorara el tiempo y dejara de llover, cuando las mañanas fueran más claras y las tardes más largas o cuando ya apuntaran las primeras flores en los almendros, pero ahora, por el momento, con el tiempo frío y húmedo del invierno no apetecía mucho salir de casa.






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