EL MILLÓN

Pero
no sólo era en los concursos televisivos y radiofónicos en los que se hablaba
del millón. También, en las películas americanas, un millón era una cifra muy
importante y en ellas con más razón pues un millón en la moneda de
aquel país era una cantidad que, convertida a la antigua moneda nacional de
nuestro país, ponía los ojos como platos.
En las películas, los robos, a
veces, eran robos de un millón de dólares; la mansión del famoso o famosa valía
un millón de dólares y hasta creo recordar que había una película que se
titulaba El hombre del millón de dólares.
Es más, tanto los
millonarios norteamericanos como los nacionales decían siempre que lo difícil
era hacer siempre el primer millón porque luego los otros venían solos. Por
tanto, visto hasta aquí lo que llevo escrito nadie podrá dudar de la
importancia que tiene esa cifra en el pensamiento humano; sin embargo, aduciré
algunos testimonios más. Un señor anciano, amigo de la familia, de padre
berciano y madre francesa, y jefecillo en un banco importante, cuando quería decir que algo en el mercado
estaba muy caro, decía que estaba a
millón. Tampoco era rara por entonces la expresión se ha gastado una millonada para expresar que alguien se había
gastado mucho dinero en unas obras o en una inversión de capital.
Pero
es que, además, nos falta decir algo muy importante y es que en la moneda
antigua del país, un millón, siempre y cuando no estuviera muy manoseado o, por
ejemplo, usado en los mercados en donde las manos húmedas y sucias de los
pescaderos o las manos también poco limpias de los fruteros y verduleros o las
manos manchadas de sangre de los carniceros
los harían más pesados, pesaba
exactamente un kilo y que el kilo servía también para expresar el dinero que o
se poseía o se había gastado o se había ganado. No eran raras las expresiones
el tipo, fulanito tiene diez kilos en el
banco; menganito se gasto tres kilos en un coche o zutanito había ganado tres kilos en el gordo de Navidad. Los millonarios,
sobre todo si eran nuevos ricos carentes de la finura de expresión de los
buenos colegios, hablaban de sus kilos mientras se comían mariscadas
pantagruélicas, bebían ingentes cantidades de cava que seguían confundiendo con
la sidra y se fumaban habanos de casi medio metro en fiestas de escaso gusto
artístico en donde no faltaba la cantaora casposa y el guitarrista con
halitosis provocada por la ingesta desmedida de manzanilla sanluqueña. En medio
de estos saraos tan poco recomendables, no
era raro que alguno dijera, echando una bocanada de humo y haciendo un guiño a
la cantaora con chulería y prepotente
arrogancia, que iba a meter un par de
kilos en un negocio muy floreciente y que iba a colocar en su empresa a tan
selecto cuerpo de baile que recibía la noticia con palmas y olés y marcándose
una farruca en la que los tacones ya gastados de los botines resonaban en la
tarima como disparos de revólver. También los ricos, en medio de sus
conversaciones cuyos temas solían ser casi siempre los toros, la caza y las
putas, decían que le iban a pedir al director del banco unos kilos para un
negocio que tenían entre manos y que, desde luego, les iba a reportar grandes
ganancias hasta el punto que tenían pensado comprar un finca en los montes de Toledo
en la que poder descolgar algunas perdices cuando les viniera en gana sin tener
que ir a la del Marqués que parecía que les hacía un favor impagable cada vez
que les dejaba cazar en ese trocillo de terreno maloliente que tenía en las
afueras de la capital. Con lo dicho hasta ahora, creo que queda más que
suficientemente demostrada la importancia que tenía en aquella sociedad el
tener un kilo y cómo esa importancia se había transmitido y llegado hasta
nuestros días.
No
había duda pues que el kilo que yo tenía en casa era algo importante y, tal y
como yo lo veía, cuasi pétreo, como una firma roca bien tallada por un cantero
y convertida en sillar. Aunque a decir verdad, más que como piedra tallada en
cantería lo veía como esos trozos de piedra que a veces aparecen en la
naturaleza y que tienen una forma casi cúbica. Lo veía macizo, colocado en
medio de un camino o como decoración en algún corral de alguna casa de un pueblo de la región. También como una de esas
piedras que, excavadas en su cara superior, sirven para pilón de ganado. Me
gustaba su redondez y no quería que sufriera menoscabo. Si gastaba algo de ese
millón, podría ocurrir como si a una de esas piedras le quitaran un trozo: que
por ahí, poco a poco, se fuera rajando y que, al correr del tiempo, la piedra
entera se viniera abajo. Por eso, para que no sufriera ningún tipo de merma,
tomé algunas precauciones y la principal y la primera que se me ocurrió fue no
ingresar el millón en una cuenta en la que pudiera sufrir el ataque de cobros y
adeudos, sobre todo de esos cobros y adeudos que llegan traidoramente sin que
los esperes. Yo no quería que eso
ocurriera con el millón, no quería que nada lo estropeara, que nadie le
arrancara una muesca por pequeña que fuera. Me gustaba sentir que tenía un millón
en casa, guardado en la mesilla de la vieja habitación que usaba para dormir la
siesta. Aquella cantidad me hacía sentir más seguro y así, por ejemplo, con
referencia al préstamo que había pedido para el coche, me gustaba comprobar que
era inferior a la cantidad que tenía guardada en el sobre blanco que me dieron
en la entidad bancaria en donde lo recogí y que, por tanto, cuando a mí me
apeteciera, podía saldar esa deuda. Es más, vistas así las cosas, era yo el que
tenía al banco cogido por salva sea la parte pues dependía de mi querencia el
que yo cancelara o no la deuda. Sin
embargo, no lo iba a hacer porque prefería que el banco me fuera cobrando una
pequeña cantidad durante dos años y que yo pudiera conservar en su total
integridad mi millón. Pero es que no sólo en esto me sentía poderoso, sino en
otras cosas. La presencia del millón en casa me había llenado de una confianza
y de una seguridad como nunca había tenido. Me pasaba, por ejemplo, cuando iba
por la calle y pasaba por las joyerías y relojerías del centro, siempre bien
iluminadas y siempre bien olientes por los perfumes caros que gastaba su
clientela, que me decía: si bien quisiera, podría adquirir uno de estos
relojes, pero no quiero hacerlo. Como en el caso del banco, era yo el que dominaba
a la relojería y no la relojería a mí. Mi negativa a comprar era un acto de
volición.
Sin
embargo, lo más curioso de todo era que, desde que el millón estaba en casa, el
dinero afluía por caminos que antes no había llegado nunca. Así, por ejemplo,
podía pasar que, de pronto, consiguiera cincuenta unidades de la moneda del
país en algún juego de azahar; o que, también de pronto, alguien me devolviera
un dinero que me debía o que unos tíos lejanos me mandaran un regalo. Es decir,
que el millón, como una piedra imán, tenía la capacidad de atraer más
dinero. Como dice el viejo refrán, “dinero llama a dinero”. También ocurría que
podía comprar cosas más o menos caras sin hacer uso del millón y comprobar
luego con satisfacción que no sólo el poco dinero que tenía ahorrado me llegaba de sobra para esas compras, sino
que incluso, si lo hubiera deseado, habría podido comprarme algún otro capricho
o alguna otra necesidad que hasta el día de la fecha tenía como casi imposible.
Así enumero un ordenador portátil, una tabla de snowboard, un gps portátil para
andar por la montaña y algunas otras cosas más. Repito, el millón que yo tenía
a buen recaudo atraía al dinero y poco a poco fue cobrando un carácter
simbólico, casi mágico, casi religioso.
El millón devino casi en el Ser de Parménides y fue tomando sus
atributos: indivisibilidad absoluta y una existencia tal que o existía como un
todo o no existía en absoluto. Yo era consciente que algún día tendría que
hacer uso de él y recordaba casi con miedo como en aquel viejo cuento, un tanto
retorcido todo hay que decirlo que me contaba mi madre, en el que un niño acababa quemando su osito
de madera más querido porque en una época de escasez y ante la enfermedad de su
madre, no tenía más remedio que usarlo como leña. Yo cruzaba los dedos para
nunca llegara esa necesidad y no tuviera que tocar mi millón. Por nada del
mundo quería que saliera de mi casa y, es más, el no llevarlo al banco se había
convertido en un acto de rebeldía que me rejuvenecía. Mi mujer me decía que encasa
no ganaba nada, que estaba perdiendo intereses, pero el entregarlo en el banco
me parecía, a lo último, un acto de traición. Tampoco tengo tiempo de ir al
banco con este horario criminal que nos han puesto en le trabajo y que me
impide poder tener alguna hora por la mañana para hacer gestiones bancarias.
Sí, soy perfectamente consciente de que teniéndolo en casa estoy perdiendo
dinero, pero los intereses que me podría dar el banco son una miseria; desde
luego, mucho menos que lo que iba a sacar el banco negociando con mi millón.
Así que una vez más me sentía poderoso frente a los que me controlaban y cada
vez era más reacio a dárselo a ninguno de esos bancos que parecían buitres
ansiosos de llevarse el millón rotundo y perfecto que conservaba en la vieja
mesilla de madera barnizada. Quizás algún día me apiadara del banco y del
dinero que estaban perdiendo por culpa de mi negativa a ingresar el dinero e
ingresara el dinero, pero, como con los bancos no había que tener misericordia
pues ellos no la tenían con nosotros, tampoco la verdad era algo que me
corriera prisa. Quizás cuando mejorara el tiempo y dejara de llover, cuando las
mañanas fueran más claras y las tardes más largas o cuando ya apuntaran las
primeras flores en los almendros, pero ahora, por el momento, con el tiempo
frío y húmedo del invierno no apetecía mucho salir de casa.
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