Desde la semana anterior se habían dispersado por los puertos y las
aldeas de toda la región; buscaban las mercancías más exquisitas, las más
supremas, aquellas que estuvieran más allá de la frontera de lo cotidiano, las
que moraran casi en el terreno de lo prodigioso. Unos buscaban en las lonjas el
pescado más fresco cuyo color rivalizara con la plata de los orfebres que
abrían sus tiendas bajo los arcos de la catedral vieja en donde una fuente de
cuatro caños pone el continuo a la melodía de las bigornias; a veces, no
contentos con este pescado, se dirigían a los patrones para conseguir de ellos
el del último lance, pescado que casi estaba vivo en las bodegas de los barcos.
Otros recorrían las aldeas buscando las acelgas de penca nacarada, las
espinacas de hoja brillante, la patata que, una vez cocida en los calderos de
cobre que las mujeres llevaban limpiando varios días, se deshiciera en la boca.
Sin embargo, para una mercancía se nombró una comisión especial y, cuando aún
el sol no había iluminado los maizales del valle y los viejos robles no habían
despertado de su sueño, un grupo de hombres salió de la aldea para despedir a
un veredero que partía camino de la capital de la provincia, que era también el
puerto principal de la región, en donde al día siguiente, según había contado
un viajero que llegó a aquellas tierras con sayal de peregrino y conchas en la
montera, atracaría el barco que traía de Bergen el mejor bacalao del mundo,
aquel de lomos altos, bien curado por los vientos fríos de aquellas lueñes
tierras. Siempre usaban de aquel
género, pero, en esta ocasión, el
veredero tenía que elegir el mejor, el más curado, el que más le pudiera llamar
la atención al ilustre viajero que cruzaría de paso por la aldea. A uña de
caballo volvería el enviado para que estuviera en las cocinas a tiempo de ser
desalado y guisado en las cocinas en donde todo era expectación y trabajo. Se
preparaban perolas, se revisaban cazuelas, se limpiaban las mesas en donde se
extenderían las masas de las empanadas. Una legión de mujeres, contratada para
el evento, limpiaba concienzudamente los comedores. Una de ellas, una rapaza
que había venido de un pueblo cercano, encontró en una alacena un vaso de
cristal de roca, tallado con figuras geométricas. El sol de la mañana lo vistió
con los siete colores del arco iris. La muchacha se quedó mirando el vaso y,
siguiendo con la vista los juegos de la luz,
preguntó:
-
Señora ¿qué hago con este vaso? ¿lo pongo con los
otros?
-
No, déjalo en la alacena. Para el visitante es
mejor que le pongamos la vajilla que me regalaron para mi boda.
La muchacha, obediente, dejó de nuevo el vaso en su sitio y siguió
limpiando el comedor mientras que cantaba una canción de moda.
Ya era noche cerrada cuando el veredero regresó de la capital con la
preciada mercancía y, al romper el día, se pudo ver avanzar por la carretera la
procesión que formaban los enviados a comprar las viandas que tendrían la
suerte de alcanzar el paladar de tan ilustre prócer. De los cestos sobresalían
las espinacas, las acelgas, los pescados. Los vecinos, sorprendidos, salían al
paso del cortejo para verlo de cerca, para hacerse una idea de cómo eran los
alimentos que servirían para satisfacer el paladar del visitante de honor que,
allá en su palacio de la capital del país, estaría acostumbrado a los manjares
más exquisitos y refinados que lacayos de librea le servirían en bandejas de
plata. Desde que Cosme, el cantinero, leyó en el periódico que el hombre que
gobernaba el país pasaría por aquellos pagos en su viaje a la costa, que su
coche negro recorrería la misma carretera que ellos recorrían para ir a sus
tierras y que respiraría el mismo el aire que ellos respiraban, ninguno de los
habitantes de la pequeña aldea podía estar tranquilo. Los rapaces ya festejaban
el día sin escuela que supondría su paso y se preparaban en casa, anticipando
la alegría y el regocijo de la visita, los cantos que el maestro les había
hecho aprender de memoria. Sólo uno, Elpidio, el hijo de la “mochuelo”, no
participaba de estos preparativos y andaba taciturno por los caminos; si bajaba
a la taberna, se sentaba en un rincón y los miraba con un cierto aire de desdén
que molestaba a sus convecinos. Luego, cuando se cansaba de estar sentado, se
levantaba y desde la puerta se giraba y les decía:
-
Vosotros lo llamaréis el “padre de la patria”; yo
lo llamo el tirano.
Y se marchaba de nuevo taciturno camino del lugar perdido en el bosque
en donde vivía con su madre mientras los vecinos se decían que no había que
escuchar a ese pobre tonto, hijo de una bruja, que, si Dios le había hecho así,
pues que por algo habría sido, vete a saber, que a lo mejor hasta pagaba los
pecados de la madre.
Llegó por fin el día en que el deseado viajero pasaría por la aldea.
Desde muy temprana hora, Don Manuel, el dueño del restaurante, anduvo
azacanaeando por la cocina pues había que prepararlo todo con esmero: el
bacalao tenía que ser el mejor, el más selecto, el de tajadas más hermosas, el
que al hornearlo se abriera en conchas; las patatas habrían de ser las mejores
de la huerta, las mejor formadas, las sin tacha, las que parecieran mantequilla
al paladar del prócer; el pimiento rojo con el que se decoraban las tajadas
tenía que ser de duro cuero, sin arruga ni mácula que pudiera causar mal efecto
en el paladar exquisito de su Excelencia. Por último, los pimientos que
servirían como guarnición y que habían sido seleccionados uno a uno, debían de
ser casi perfectos. No se podían permitir fallos. Don Manuel iba de un lado
para otro comprobando que todo estaba correcto, que las cocineras estaban
cumpliendo con su cometido, que los fogones estaban en su punto exacto de fuego
y que los hornos también habían alcanzado la temperatura en la que conseguían
aquel horneado que era famoso en toda la comarca. Quizás el viajero, encantado
con tan suculento manjar, decidiera hacer parada y fonda en su casa y él, un
humilde tabernero, tendría el enorme placer de albergar en su casa al hombre
que, por designio divino, regía los destinos del país. Ya se veía en las fotos
enmarcadas en el comedor en las que él aparecería retratado con el hombre que regía los destinos del país;
lógicamente, a una distancia prudencial
de él pues quién era él para salir a su lado, el un humilde aldeano en los más
profundo de un valle perdido en el mapa. En esto estaba cuando entró Elpidio.
Llegaba desde la choza renegrida que le servía de casa, despotricando con su
cantinela absurda: que si aquel hombre mancillaba aquellas tierras que siempre
habían sido tierras de hombres libres; que en lugar de prepararle tan suculenta
comida lo que tenían que hacer era cantarle las cuarenta, decirle las verdades
del barquero; que, si allí no había hombres con los suficientes redaños para
decírselo, que le dejaran a él, al hijo de la “mochuelo”, que le iba a decir lo
que ellos no se atrevían. Salió de la cocina Don Manuel con gran sofoco y lo pilló en el
pasillo:
-
Te quieres marchar de una vez, condenado tonto.
¿Qué quieres, eh, qué quieres,
soliviantarme a la gente con tus soflamas y que en lugar de un día de
honor para mi casa y para esta aldea se convierta en un día de desgracia? Vete,
condenado, con la bruja de tu madre y déjanos en paz que aquí no tienes nada
que hacer con tus mentiras.
Elpidio callaba. Tan sólo entre dientes decía para sí: Mi madre no es
ninguna bruja. Y luego callaba con unos silencios largos en los que sus ojos no
se apartaban de la puerta del mesón. Él sabía que decía la verdad y que eran
los demás los que estaban equivocados.
Por fin llegó el día señalado. Todo sucedió de pronto. Se oyó el alarido
lejano de las sirenas de las motos y un punto negro apareció por los alto de la
carretera, allá por tierra de Valdecabado. A medida que el punto negro se iba
acercando e iba creciendo, las sirenas se escuchaban con más nitidez como
aullidos de lobo en las noches de luna llena. Ya tan sólo faltaban unos metros
y el coche pararía ante la casa de Don Manuel. Las gentes de la aldea hicieron
ondear banderitas con los colores del país y entonaron el himno nacional. Los
guardias los mantenían sin moverse de las cunetas. Cuando el coche negro paró y
el aullido de las sirenas se apagó, Don
Manuel se acercó hasta la puerta y le hizo una reverencia. Al momento, cinco camareros
con sendas bandejas se acercaron al coche negro de ruedas blancas: en ellas iba
el bacalao horneado con mimo, las patatas cocidas con toda la entrega de un
pueblo por su salvador, los pimientos mejor seleccionados por la mano de
Edelmira. Un miembro de la escolta saltó del coche y se dirigió hacia Don
Manuel. Éste sintió que su corazón iniciaba una loca carrera como las liebres
monte arriba cuando huelen a los perros. Miró a los camareros y vio que todo
estaba perfecto: su uniforme blanco como las arenas de la playa de Cabío; su
cuello verde como los prados que rodeaban su casa; sus zapatos negros como las
noches sin luna. Solícito se adelantó al escolta y, ya tenía en la punta de la
lengua la orden para sus subalternos, cuando el hombre que había saltado del
coche, mirándole con autoridad, le dijo:
-Eh, tú, acércate que su Excelencia
quiere hablarte.
Don Manuel se acercó hasta el cristal negro que ocultaba al padre de la
patria. Vio cómo descendía lentamente el cristal y como el rostro del quasi
dios iba apareciendo en el marco de la ventanilla. Dudó si tendría que ponerse
de rodillas o tan sólo bastaría con hablarle con una inclinación de cabeza. No,
nunca, mirarle directamente a los ojos. Lejos, lejos de él tamaña soberbia.
Notó que los labios del quasi dios se movían y de su boca salieron estas
palabras:
- Tráigame un vaso de agua.
Don Manuel se giró hacia el
muchacho que le servía de pinche y estuvo a punto de ordenarle que le trajera
un vaso de agua para que él se lo llevara al divino visitante. Pero se dio
cuenta de que no se le podía servir agua en cualquier vaso; que no podía beber
en el mismo vaso en que bebían los labriegos cuando volvían de sus huertas o
los tratantes cuando volvían de la feria de cerrar un trato con los ganaderos.
Su mente actuó con prontitud y pensó en aquel vaso que la rapaza que había
venido de un pueblo cercano había encontrado. Aquel vaso que su mujer había
rechazado iba a ser ahora la piedra angular. Cuando aquella muchacha lo había
colocado en la alacena, cumpliendo órdenes de su señora, él lo rescató y lo
puso en la mesilla de noche que había en la habitación que habían dispuesto por
si el salvador quería hacer morada en su humilde taberna. Difícil era porque de
qué iba a ser digno él de tan alto honor; pero también podía ser posible porque
las carreteras eran muy malas y podían hacer mella en el sagrado cuerpo y
entonces buscaría el descanso que le ofrecía su humilde taberna. Sólo ese sería
el vaso digno de su excelencia; ése era el vaso de elección que él había
escogido para él por si se quedaba a pasar la noche en su casa. Ese sería el
vaso en el que bebería aquel hombre que regía los destinos del país. Llamó,
finalmente, al muchacho que hacía de pinche y le dijo que ordenara en la cocina
que prepararan ese vaso con el agua más fresca, la que salía por el caño
izquierdo de la fuente, la que venía derecha desde el corazón de la montaña y
que, cuando estuviera lleno, lo pusieran en un plato y se lo entregara; él
mismo se lo entregaría a su Excelencia y aprovecharía para explicarle que en
aquella casa, desde hacía muchos años, se cocinaba el mejor bacalao de la
región; qué de la región, del país entero. Allí seguían los camareros con las
mejores tajadas de bacalao, las más selectas. Y, por si deseaba otro plato
diferente, en la cocina le esperaban las mejores verduras y los mejores
pescados que, Dios no lo quisiera, podía venir el innombrable con el estómago
algo revuelto por la carreteras traidoras y lo largo del viaje y quizás sería
de su agrado algo suave para el estómago. Aunque la ventanilla negra se había
vuelto a subir, Don Manuel pensaba que el olor de su bacalao le tenía que
llegar a la pituitaria del divino prócer y que, tras refrescarse el gaznate con
la linfa helada que había ordenado traer, entraría en su casa y comería de
aquel manjar. Vino el muchacho con el vaso y Don Manuel hizo intención de
acercarse con él; lo llevaba ceremonioso como cuando salía de la sacristía
portando la patena de oro. Ya iba a acercarse de nuevo al coche pero el escolta
se lo impidió. ¿Dónde te crees que vas? Dame el vaso que ya se lo llevo yo.
Pero, escuche, él tiene que saber que en
mi casa se guisa el mejor bacalao del país; llevo casi toda la noche preparando
los fogones, los hornos; los camareros tienen dispuesta la mejor mesa y la
vajilla de mi boda, la que mi mujer guarda en la alacena. Y, mientras decía
esto, iba siguiendo al escolta que se acercó a la ventanilla del coche. El
cristal bajó lento; una mano trémula cogió el vaso y allí, en la oscuridad del
interior del coche negro, Don Manuel intuyó que unos labios se habían posado en
el vaso que irradiaba los siete colores del arco iris. Veía cómo el escolta
hablaba con él y asentía; sin duda le había hablado de las excelencias de su
bacalao y el divino prócer se quedaría; sí, abriría la puerta negra del coche
negro y con sus gafas negras avanzaría, solemne, hasta el comedor que le estaba
esperando desde antes de la creación del mundo.
La mano trémula entregó de nuevo el vaso al escolta y éste se lo entregó
a su vez a Don Manuel que lo cogió con reverencia pues los labios del
innombrable se habían posado en su borde. Con un susurro, casi suplicando le
dijo al servidor del magnánimo:
-
¿Se lo ha dicho? ¿Le ha dicho que aquí guisamos el
mejor bacalao del país?
El escolta sonrió:
-
Eres un idiota. ¿Tú te crees que se va a parar a
comer el bacalao de tu casa? Me ha dicho que te diga que te agradece mucho tu
ofrecimiento pero que tiene prisa por llegar a su destino en donde lo esperan
el Gobernador y otros prohombres. Allí cenará con ellos y dormirá en la casa
del alcalde como corresponde a un hombre de su alcurnia y condición. Y allí le
guisarán sus propios cocineros que son los mejores del país. Guárdate tu
bacalao para los gañanes que vengan a tu casa y no nos entretengas que llevamos
prisa.
El escolta saltó a la parte derecha del coche. Don Manuel vio cómo
la ventanilla del ilustre visitante se
cerraba sin ni siquiera decirle unas gracias o un hasta luego, me ha gustado su
vaso. El coche arrancó y las sirenas de las motos comenzaron de nuevo a ulular
como los lobos en noche de luna llena. Cuando el coche ya era un punto negro
que apenas se veía por el valle, Don
Manuel entró cabizbajo en el comedor. Vio la mesa preparada con los mejores
manteles y la vajilla del día de su boda esperando a aquel desagradecido que ni
siquiera se había bajado del coche para probar su bacalao, el bacalao que no
sería tan malo cuando el señor Arzobispo venía una vez por semana para comerlo;
y con él, todos sus ayudantes que llenaban el comedor como si fuera el de un
seminario. Ese hombre sería el guía del país pero eso de que los cocineros que
tenía eran los mejores no era verdad. Entró en la cocina y se sentó. En el
fregadero estaba el vaso en el que había bebido su Excelencia. Le pareció
triste, incapaz de irradiar los siete colores del arco iris. Lo miró y miró también a Elpidio que estaba
sentado, babeando, en una silla mientras se comía una tajada del bacalao que
había rechazado aquel hombre que decían que era tan excelente, tan sabio, tan
buen gobernante. Se cogió la cabeza entre los brazos y allá, en el fondo de su
corazón, anidó una idea que le sobresaltó: quizás Elpidio, el tonto, el hijo de
la “Mochuelo” tenía razón. Y, sentándose con él, se sirvió una tajada de
bacalao pensando que no sería tan listo aquel hombre que había despreciado aquel
majar tan exquisito.
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