Feliz el que en campos paternos pasa su
vida,
al que la
misma casa ve de niño y la misma de viejo,
el que se
apoya en la arena en la que gateó con su bastón
y los
largos años cuenta de su única casa.
A aquél
no le arrastró la fortuna con su variado tumulto,
ni como
huésped bebió aguas desconocidas;
ni como
mercader temió los golfos, ni como soldado las trompetas,
ni casos
defendió en el ronco foro.
Sin
preocuparse de nada, no conoce la ciudad vecina
y
disfruta cuando los astros se le muestran favorables.
Por los
frutos distintos, no por los cónsules cuenta los años:
al otoño
por sus frutos, a la primavera por sus flores reconoce.
En el
mismo campo ve la salida del sol, en el mismo su puesta
y cual
rústico mide su día según su mundo.
Él, que las
enormes encinas recuerda de pequeña
semilla
y ve crecer
también al añoso bosque;
para
quien la cercana Verona está más lejos que las negras Indias
y
considera al lago Benaco el MarRojo.
Sin embargo,
de indómitas fuerzas y con firmes brazos
la
tercera edad contempla un anciano robusto.
Que otro
viaje y recorra los Híberos remotos:
éste
tiene más vida, aquél tiene más camino.
Amo este hermosísimo poema desde la Facultad y ahora que mis
viajes son cada vez más raros me identifico más con este viejo de Verona. En
estos días, en que las gentes se van a Tokio y se alquilan un apartamento para
luego contarlo a los amigos, la paz de este poema me resulta indispensable. Y
aprovechando este largo puente de la Inmaculada Concepción de María en que los
coches atestan las carreteras de España, os lo he pasado a limpio y quiero que
lo leías por lo menos con tanto cariño como lo he traducido. Claudiano lo
escribió allá por el siglo cuarto de nuestra era cuando al Imperio romano ya no
le quedaba mucho y los bárbaros, como en estos días nuestros, ya pululaban por
las tierras del occidente europeo. Pero aquellos amaban la cultura a diferencia
de éstos que la desprecian. Una pequeña diferencia muy sutil que no debemos de
olvidar.
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