De nuevo, vuelvo a la prosa maravillosa de Gabriel Miró
del que, poco a poco, quiero ir releyendo las obras que tengo en casa desde
hace ya muchos años. En el pasado mes de febrero, le tocaron a Las cerezas del cementerio, esa obra en
la que un ingeniero vuelve a la tierra en la que pasó su infancia ( nuestra
única patria) y la redescubre en toda su hermosura. Miró es el gran cantor del
paisaje levantino al igual que su paisano y defensor en la Real Academia,
Azorín. A Miró lo propuso Martínez Ruiz, pero los académicos, esa tropa tan
terrible, no quisieron que ese hombre bueno y sensible entrara en la santa
casa. En Las cerezas del cementerio,
Miró vuelve, una vez más, a desplegar esa prosa llena de sinestesias, de
belleza, de luz y, con esa prosa nos lleva de su mano por las tierras de
Alicante. Ahora que ya es el tiempo de la relectura, me engolfo en los libros
de Miró para navegar por ese mar agradable y dulce como las tardes de septiembre
en la que siempre llega un hombre con fuego entre las manos, el fuego que nos
alumbrara en el otoño y en el invierno hasta que los mirlos canten en la
esquina de febrero y los jacintos florezcan en las praderas de los sueños.
Justo hasta entonces, beberé a Miró con el deleite que guarda el corazón dorado
de la mistela, con la paz de mis hijos pegando los cromos de la liga en su
álbum, con la seguridad de que la luz llenará las barrancas en donde los
almendros se visten de nata para consolar a reinas nórdicas que recuerdan la
nieve. Gracias, don Gabriel, por devolvernos la vida que dura por siempre, la
belleza eterna de lo pequeño, la voz del viento en las montañas de La Marina
alicantina.
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