jueves, 15 de marzo de 2018

LAS CEREZAS DEL CEMENTERIO







De nuevo,  vuelvo a la prosa maravillosa de Gabriel Miró del que, poco a poco, quiero ir releyendo las obras que tengo en casa desde hace ya muchos años. En el pasado mes de febrero, le tocaron a Las cerezas del cementerio, esa obra en la que un ingeniero vuelve a la tierra en la que pasó su infancia ( nuestra única patria) y la redescubre en toda su hermosura. Miró es el gran cantor del paisaje levantino al igual que su paisano y defensor en la Real Academia, Azorín. A Miró lo propuso Martínez Ruiz, pero los académicos, esa tropa tan terrible, no quisieron que ese hombre bueno y sensible entrara en la santa casa. En Las cerezas del cementerio, Miró vuelve, una vez más, a desplegar esa prosa llena de sinestesias, de belleza, de luz y, con esa prosa nos lleva de su mano por las tierras de Alicante. Ahora que ya es el tiempo de la relectura, me engolfo en los libros de Miró para navegar por ese mar agradable y dulce como las tardes de septiembre en la que siempre llega un hombre con fuego entre las manos, el fuego que nos alumbrara en el otoño y en el invierno hasta que los mirlos canten en la esquina de febrero y los jacintos florezcan en las praderas de los sueños. Justo hasta entonces, beberé a Miró con el deleite que guarda el corazón dorado de la mistela, con la paz de mis hijos pegando los cromos de la liga en su álbum, con la seguridad de que la luz llenará las barrancas en donde los almendros se visten de nata para consolar a reinas nórdicas que recuerdan la nieve. Gracias, don Gabriel, por devolvernos la vida que dura por siempre, la belleza eterna de lo pequeño, la voz del viento en las montañas de La Marina alicantina.

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