Aquel
personaje inefable que fue Pepín Folliot nos contaba en aquellas tardes de nieve
y chimenea de la Fuenfría que un amigo suyo, husmeando por el Convento de
Casarás había encontrado algún cáliz y hasta algún hisopo de plata. Pepín
contaba tan bien las cosa que nos lo creíamos todo y, cuando remontábamos la
Fuenfría y bajábamos hasta el bellísimo paraje en donde están las ruinas de
Casarás, queríamos tener la misma suerte que el amigo de Pepe y encontrar algún
cáliz de oro entre las viejas piedras. Pero lectura por aquí, lectura por allí,
la historia ha puesto en su sitio a estas ruinas. Vamos por partes, como le
gustaba decir a Jack el Destripador.
En
el siglo XVI, el rey Felipe II, para poder pasar mejor la sierra de Guadarrama
por el paso de la Fuenfría, encargó a su
secretario Francisco de Eraso la construcción de un pabellón real que pasó
a llamarse la Casa de Eraso muy usada por los monarcas en su viaje al palacio
de La Granja.
Cuando
don Pascual Madoz pregunta a los lugareños de Valsaín por esas ruinas le dicen
que son de Casarás, una deformación fonética de Casa de Eraso> Caseraso>
Casaraso> Casarás y don Pascual afirma que son los restos de un antiguo
convento templario sin duda recogiendo la voz del pueblo que consideraba que toda
ruina tenía que ser eclesiástica y, a poder ser, con carácter mágico. Y así es
como se formó “el mito del convento” que pervivió durante algunos años y que se
reavivó gracias la literatura de Jesús
de Aragón (siempre digo lo mismo, pero el
tío Jesús merece una página por sí solito) que hizo que hasta Valsaín llegara desde
París Hugo de Marillac, caballero templario, que llevó en una carreta un gran
tesoro, el tesoro de Casarás que seguiría guardado en pasadizos secretos bajo
las ruinas del monasterio.
Ahora
sabemos que no existió tal monasterio nada más en la cabeza del pueblo llano y de la cabeza
literaria de Jesús de Aragón; que Hugo de Marillac no llegó nunca a Valsaín y
que no existe tal tesoro; que las ruinas de Casarás son “tan sólo” los restos
de un albergue real para los viajes a La Granja, pero el día que vayamos, en
honor a ti, Pepe, seguiremos buscando algún cáliz de oro, algún hisopo de plata
o el anillo de Hugo de Marillac. Y es que un servidor le debe este mundo mágico
a aquel señor que hizo la quinta escalada al Naranjo de Bulnes (Picu Urriellu
para los asturianos que lean estas líneas), que recorrió el Pirineo haciendo la
variante salida de los españoles en el Couloir de Gaube o que se marcó alguna
vía en Los Galayos. Gracias, Pepín, por tantas tardes de “pandingu” y chimenea,
de bromas y de risas, de historias montañeras y del Banco de Santander. Porque
tengo que decir para aquellos que no lo sepan que don José González Folliot era
mucho Pepín.
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