Érase un
vez un niño que vivió en un paraíso (¿Qué niño no vive en un paraíso?) y era
feliz, tan feliz como se puede ser en un lugar así, ajeno de la muerte y del
dolor. Pero el niño perdió su paraíso porque el tiempo, ese ángel con espada de
fuego, lo expulsó al mundo y, desde entonces, el niño anda perdido buscando su
paraíso mediante la palabra, la gran sanadora de las cuitas del hombre. Pero el
niño no encuentra su camino de regreso; no hay manera de volver a ese paraíso
del que lo expulsó ese ángel cruel que cumple con su encargo, con su cometido.
Y el niño se pregunta por aquélla casa, por aquélla luz, por aquéllos amaneceres
en el paraíso en donde todo era esperanza y, para su desgracia, los compara con
los actuales en la tierra de exilio y brota la pena que también cura las heridas
del tiempo y de la vida. Aquel niño quiere volver al paraíso y hace su
invocación poética para que ese viaje puede darse y hasta no le pone
condiciones al regreso: quizás en la otra orilla o desde la otra orilla se
puede volver a aquel territorio perdido. Aquel niño es un grandísimo poeta que
con tan sólo cuatro libros publicados (no le hacen falta más) nos ha preparado la medicina para los que también
andamos buscando paraísos; ese niño ya es un hombre de más de setenta años que
se llama Francisco Bejarano.
VIDA
RETIRADA
Nada
tengo para vosotros, nada.
¿Estos versos, quizá? No son ya míos
y no se puede dar lo que no es propio.
Qué son los versos sino la manera
de engañarnos a solas, de decirnos
que fuimos inmortales como dioses
en un reino guardado en la memoria.
¿Estos versos, quizá? No son ya míos
y no se puede dar lo que no es propio.
Qué son los versos sino la manera
de engañarnos a solas, de decirnos
que fuimos inmortales como dioses
en un reino guardado en la memoria.
No
quise escribir versos porque oigo
en cada uno el nombre de una lágrima,
el nombre de una pérdida, el sonido
de una voz que deseo, como un eco
que juega con nosotros y responde
desde lejos, desde el lugar contrario
donde estuve seguro de encontrarla.
en cada uno el nombre de una lágrima,
el nombre de una pérdida, el sonido
de una voz que deseo, como un eco
que juega con nosotros y responde
desde lejos, desde el lugar contrario
donde estuve seguro de encontrarla.
Pero
una tarde me dejaron solo
con el dolor oscuro de una herida
que no podía restañar. No estaba
visible en parte alguna de mi carne,
pero sé dónde están las cicatrices:
en estos versos sin deseo escritos
en suaves palabras que no curan.
con el dolor oscuro de una herida
que no podía restañar. No estaba
visible en parte alguna de mi carne,
pero sé dónde están las cicatrices:
en estos versos sin deseo escritos
en suaves palabras que no curan.
El
regreso,
2002.
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