Llevo ya
un tiempo queriéndoos hablar con más enjundia del grupo Cántico, ese grupo
poético cordobés de poetas que tanto me han influido en mi manera de escribir,
pero como lo quiero hacer con tacto y con conocimiento, voy a tomarme el tiempo
que sea menester para hablaros de ellos como uno de los grandes grupos poéticos
olvidados por los libros de texto, al
menos por aquellos en los que yo estudiaba a mediados de los ochenta. Recuerdo,
quizás con las deformaciones provocadas por el paso del tiempo, que del
realismo social de Celaya o de Blas de Otero, se pasaba a los novísimos
censados por José María Castellet y se dejaba de lado toda la generación del
sesenta y este grupo de andaluces que, con un lenguaje barroco y bellísimo, nos
hablaban (entre otras cosas) de la luz, de los patios y de los atardeceres en
las albercas. Ya he dicho que quiero hablaros de ellos con tiempo y hoy tan sólo
voy a hablaros de uno de sus integrantes: Mario López y su Universo de pueblo del que
ya hablé hace por ahora seis años.
Los
que habitamos en los pueblos sabemos que los pueblos tenían (y digo tenían
porque una fuerza imparable va haciendo de los pueblos ciudades menguadas las
que les faltan los ocios y los servicios de las llamadas grandes ciudades,
principal señuelo hace cincuenta años, pero que carece de razón en la
actualidad) su universo propio tan alejado de las ciudades en las que se
perdían los detalles. El universo de pueblo era un universo de pequeños
detalles, de cosas pequeñas de las que se ocupan los poetas. Frente a las
ciudades que se fueron creando desde los años cincuenta en las que todo lo
humano les era ajeno, quedaban los pueblos en las que, como dice Miguel
Hernández, el olor de la tahona “panificaba el aire de la aldea”. Frente a la
ciudad impersonal que se fue creando quedaban los pueblos como refugio de
viejas tradiciones seculares que ahora se ven arrolladas por la globalización
de la estupidez.
Platón
nos cuenta que Sócrates no quería salir de Atenas porque “nada le decían los
campos y los árboles”, porque la ciudad hasta el siglo XX era el lasiento de la
Universidad, del estudio, de la ciencia. Pero no vamos a seguir por aquí porque
ya Horacio nos recuerda la historia del ratón de campo y el ratón de ciudad y
de cómo cada uno de ellos quería cambiarse en su estilo de vida. Un ponderación
y exageración del modus vivendi urbanita ha llevado a despoblar el mundo rural
y, pese a que adelantos como Internet nos hace que ya no tengamos que vivir en
las grandes ciudades, ni gastar un paraguas rojo como Azorín para publicar ni
para “hacernos un nombre”, las gentes se vuelvan locas por los grandes centros
comerciales que son, mal que nos pese, las catedrales del siglo XXI.
Pero
vamos a hablar de Mario López, este poeta de Bujalance de exquisita sensibilidad,
que he releído en una edición de la Universidad de Sevilla.
Participa
López, uno de los integrantes de Cántico, de un mundo de ángeles del atardecer
en veletas de oro, de largas tardes con lunas menguantes llorando en los
arroyos, con la brisa de los olivos despertando al atardecer los latidos del
campo. Transita Mario López por las antiguas calles de la memoria, mientras los
toros de niebla recorren los olivares del alba, de ese alba que llama a las puertas de las viejas
alacenas y de los roperos cerrados mientras “lejanísimos trenes fatigados
silban a los lejos”.
No
es apto para todos los público este poeta cordobés porque no se encuentra en él
la “poesía del desespero”, esa que hoy está tan de moda y porque, como decía
Francisco Brines en una verso que marcó mi vida poética” hay que ser muy hombre
para resistir la belleza. Con un soneto de Mario López os dejo:
EL ÁNGEL
DE UNA VELETA
Barroco
ángel familiar, erguido
sobre
íntimos tejados y verdinas,
pastoreando
con nubes campesinas
contra todo
crepúsculo cumplido.
Habitante
del aire, sometido
al eje de
sus tardes pueblerinas,
a la franqueza
de las golondrinas
y a su solo
perfil, en dos partido.
Perfil
gastado en siglos de afanoso
encauzar
buena lluvia al sembradío
desde el mejor
cuadrante de su vuelo.
Ángel de
hierro dulce y quejumbroso
girando en
su veleta al albedrío
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