Desde muy
pequeño soy loco por el arroz con leche, postre muy típico que admite varios a
preparaciones. Recuerdo la de mi abuela Patro que pecaba de seca, no dejando
nunca esa cremosidad en el postre que es de agradecer. También recuerdo- ¡y cómo! - , el de La Colilla, un lugar de Ávila en donde
guisaban un cocido con dos sopas, de pan y de pasta, y unas fuentes
pantagruélicas de garbanzos, carne, jamón y otras viandas de régimen. Yo fui a
comer varias veces con los compañeros del Vasco de la Zarza y tan sólo tomaba,
para escándalo de los presentes, la sopa, dejando los garbanzos, gordos como canicas, y las carnes, para pasar directamente a ese
arroz con leche que llevaba no menos de tres horas de lenta cocción en una
lumbre bilbaína. Ese arroz era un portento y creo que es el mejor que he comido
nunca. También es suculento el arroz con leche en Asturias en donde la buena
leche tiene el mando y en donde la cocción lenta le da también un punto de
sabor inigualable. En algunos sitios le echan un puntito de anís y caramelizan
un poco de azúcar. Con ese arroz con leche se alcanza el cielo en dos o tres
cucharadas. Recuerdo en Candás que en un hotel me prometieron guardarme una
ración para el día siguiente, pero la camarera no recibió el mensaje de su
compañera y me quedé sin mi postre. Jamás hemos vuelto por ese hotel de cuyo
nombre sí quiero acordarme para maldecirlo sin remisión posible. Encontrar el punto
justo de cremosidad, ni seco ni líquido, es para mí la clave de un buen arroz
con leche. Es posible, llegando en crueldad más lejos que los Borgia, que
alguien me hable de los arroces con leche de los supermercados. En fin, ya
bastante caliente está el patio como para entrar en ese tema. ¡Ay, quien me
diera en La Colilla ante aquel cuenco de arroz con leche que había cocido a
fuego lentísimo durante tres o cuatro horas!
No hay comentarios:
Publicar un comentario