Ahora
que, por desgracia, está de moda la calle Núñez de Balboa en el madrileño
barrio de Salamanca, quisiera romper una
lanza a favor de ella porque viendo en televisión el tramo en donde unos
cuantos vecinos se manifiestan contra el gobierno de Pedro Sánchez, he
descubierto que se ve la casa de mi compañero de colegio Delgado, aquel
muchacho cuyo padre trabajaba en un banco y que todas las tardes pasaba por la
esquina de casa camino de su casa. Tenía Delgado una hermana mayor y su madre
había muerto en el parto de él. El padre de Delgado tenía un bigotito corto y
era rechoncho, quizás un poco obeso, en una época en la que el culto al cuerpo
no se conocía porque no daba tiempo para ir a los gimnasios. Delgado era
el primero de la clase y todos nos fijábamos
en lo que hacía y decía Delgado, que era
un niño serio y muy responsable, un niño al que la vida le había hecho mayor
con pocos años. Al lado de su casa, había un colegio muy grande, un caserón
abandonado en cuyo portal se sentaba u chico que ya no lo era tanto y que había
dado en perseguir a las chicas, levantarles las faltas y tocarles el faro de
caminantes que decía Quevedo. Mi madre (eran otros tiempos) le llamaba el tonto
y cuando pasábamos por la otra acera, echábamos a correr porque me decía que el
tonto, cuando era pequeña, - y él era también un niño-, la perseguía, como a
otras chicas del barrio, para tan
innoble fin. Aquel caserón desapareció y con él el tonto que quizás se haya
hecho viejo en alguna institución para discapacitados soñando con aquel portal
en el que sentado dominaba Núñez de Balboa y General Oraa y se preparaba con
tiempo para atacar a sus presas.
Cruzando
Diego de León, estaba la Biblioteca en la que saqué mis primeros libros de
Eliott, siempre aconsejado por mi amigo Pablo Perera, y en donde estudiaba
viendo, de vez en cuando, como otros preparaban oposiciones para abogados del
Estado o judicaturas. Me llamaba la atención una chica que tenía siempre un
libro, un grueso tomo de anatomía animal y que acabé descubriendo que tan sólo
lo usaba como apoyo para los densos temarios en los que andaba inmersa.
La
calle de Núñez de Balboa albergaba la administración en donde mi abuelo Luis
echaba las quinielas que nunca le tocaron porque, fiel seguidor del Valladolid,
siempre le daba como ganador y siempre pasaba los que pasaba; el zapatero y
Andrés , el peluquero de señoras en cuya
peluquería pasaba yo muchas horas de aburrimiento acompañando los peinados de
mi madre. En esa misma acera, en la esquina con Maldonado, estaba la casa de
don Armando Palacio Valdés y digo yo que algo de culpa habrá tenido el verla
tanto la admiración que siento por el escritor asturiano.
Y
esta era mi calle de Núñez de Balboa en donde vivían (y viven) gentes de medio
pelo, gentes que no van al Club de Campo, gentes que habrán sufrido los ERTES
de esta maldita crisis. No todo el campo es orégano, ni todos los vecinos de
Núñez de Balboa sacan a la chacha con la cacerola. Yo, que la conocí, os lo
digo.
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