Casa
Campos estaba en una casa que hacía a dos calles: Bastarreche, ilustre marino
cuya calle ha desaparecido por esas revisiones cainitas de la memoria
histórica, y José Touriño Gamallo, el médico de los pobres e hijo predilecto de
Marín desde 1962 como recuerda el busto erigido en su honor en la hoy conocida
como alameda de Rosalía de Castro. A Casa Campos se entraba justo por la
esquina, por una puerta que daba a un recibidor y de ese pequeño recibidor,
recoleto y agradable, burgués y un tanto pueblerino, se pasaba al comedor. También
se podía entrar por la puerta de Bastarreche, que llevaba a las habitaciones y
a la cocina, y por la puerta de la cochera en donde se ponía una mesa larga en
donde solían comer los curas de la parroquia: don Álvaro, don Ángel o el
jovencísimo don Juanjo, muy joven y con gafas. Me encantaba esa puerta y comer
en la mesa que dejaban los curas porque estaba al lado las cámaras en donde se
guardaban las botellas de Mondariz y el señor Campos nos dejaba coger tantas
como quisiéramos. Eran otros tiempos. En el comedor grande, se puso, allá por
1977, un televisor en color marca ITT que hacía las delicias de los huéspedes y
comensales. Además de los curas de la parroquia, vivían en casa campos profesores
del Instituto como el de Francés, una enfermera soltera, obreros del puerto y
toda una clientela variopinta. Recuerdo que un verano llegaron unas “muchachitas
de Valladolid” que no eran tan puras ni virginales como las de aquella película
de los cincuenta y que alborotaron aquel pueblo en el pueblo que era Casa
Campos. En ese comedor, celebraba mi cumpleaños, con tarta de la Orensana y
huevos con mahonesa que preparaba el señor Campos que, como dije en una entrada
de hace unos años, era sargento músico y tocaba el trombón de varas en la banda
de la Academia. Para servir las mesas, había rapaces que eran hijos de familias
del pueblo (recuerdo a Miguel, cuyos padres tenían una frutería en la calle de
Francisco Alfonso) y también un hijo de Rosita, la mujer de Campos, que se llamaba
Fernando y que, andando el tiempo se hizo marino mercante y anduvo en un
petrolero. Son tantas las anécdotas que no puedo seguir, pero dejadme que os
cuenta ésta contada por el mismo Campos. Un día, se reunieron en el comedor los
párrocos de la diócesis de Santiago, a la que pertenece Marín, presididos por
el Arzobispo de Santiago, don Fernando Quiroga Palacios. Un obrero del puerto,
que entró por la puerta de la esquina, al ver tantos curas y todos de sotana
sentados en las mesas, no pudo contener su lengua y dijo: ¡Manda carallo, esto
parece un seminario! Y todos los curas, con don Fernando a la cabeza, rompieron
a reír con la sana alegría del Marín de los setenta.
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