Me ha
dado en estos últimos días por reflexionar sobre dos novelas imprescindibles de
la literatura española: La Regenta de
Clarín y Fortunata y Jacinta de
Galdós. Ambos son autores muy de mi gusto y tanto se ha dicho ya y se dirá
sobre estas novelas magistrales que poco o nada puedo aportar. Sin embargo,
permítaseme un apunte tan sólo sobre dos personajes que reflejan la vida
aburrida de los casinos que frecuentaban los burgueses españoles del XIX: don
Álvaro Mesía, en la Regenta, y Juanito Santa Cruz en Fortunata.
Comparados
los dos, vemos que son muchas sus similitudes: señoritos de casino que no hacen
nada, que “ no dan un palo al agua”, Juan
y Álvaro se aburren en una sociedad que “ hacía la digestión del cocido y de la
olla podrida” en unos casinos cuyos libros llevaban, como cuenta Clarín, muchos
años sin que nadie los hubiera pedido porque al Casino se iba a jugar, a
conspirar, a politiquear, a “hacerle el
caldo gordo al cacique de turno” y a cotillear, pero no a leer. ¡Sorprende lo
poco que hemos cambiado! Pero sigamos con ambos “pollos pera”. Juan y Álvaro
tienen que matar ese taedium vitae de
alguna manera y no encuentran otra que dedicarse a mantener relaciones con
señoritas casaderas, señoras casada y con toda fémina que se les ponga a tiro
porque, para ellos, esto del amor no es más que una aventura “cinegética” para “llevarse
el trofeo” y colgarlo en las paredes de la sala de algún casino rancio. Juan
Santa Cruz conoce a Fortunata y se encapricha de ella. Aquel estudiante de Derecho
que no ejercerá nunca porque lo suyo son los amoríos y las tabernas del pueblo
llano, se enamorará perdidamente de la pobre chica nacida en el Madrid castizo,
pero será para él un pasatiempo, un juego más como el tresillo o la brisca. Don
Álvaro Mesía, que gasta su tiempo en
politiquerías caciquiles, buscará el
amor de la Regenta por puro “deporte”, por puro afán de poner una muesca más en
la barra del casino de Vetusta. Ante esa sociedad aburrida de “burgos podridos”
(Azaña dixit), las andanzas de don Álvaro y de Juanito son la distracción que les
eleva el tono vital amuermado por la lluvia, los braseros y los garbanzos. Ni
uno ni otro quieren de verdad porque uno y otro usan a las mujeres por puro sport contra el spleen, para calmar su
aburrimiento de señoritos consentidos. Sin embargo, Fortunata, que sí que ama a
Juan con toda su alma, acabará muriendo en una buhardilla cercana a la Plaza
Mayor madrileña y su marido, Maximiliano Rubín, acabará también en un manicomio
porque el amor, invencible en el combate que decía Sófocles, puede enloquecer a los que
se lo toman en serio. También acabará mal don Víctor Quintanar, el Regente, que
amaba a Ana Ozores, cierto que no como un marido pues su amor era más de padre,
pero que la quería de todo corazón. Por
cierto, que tras la muerte de don Víctor, toda Vetusta habla, critica, se “hace
lenguas”: las señoras en las salitas de té de las casas burguesas; los hombres
en el casino y, aunque parezca mentira, los canónigos, aburridos entre
facistoles y ambiciones personales. Parece que, durante muchos siglos, el peor
enemigo de Cristo ha estado dentro de las catedrales, eso sí, frente a esos
sacerdotes cuya voluntad de servicio primaba sobre su ambición y desprecio por
los fieles que eran usados también por magistrales, penitenciarios y provisores
como Juan y Álvaro utilizaban a sus
amantes. Para conocernos, ¡qué bueno es leer a estos grandísimos autores del
XIX! Y, tras conocernos entonces, hacer un examen de conciencia para comprobar
si hemos cambiado en algo o seguimos haciendo la digestión del cocido y la olla
podrida en tardas largas de peligroso aburrimiento.
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