Acabábamos
de llegar a nuestra playa de Lapamán y en ella había, si la memoria no me falla
pues han pasado ya unos cuantos años, tres quioscos: uno en la bajada de las
escaleras que me han dicho que sigue en funcionamiento; el bar de Lino (El pino) y el quiosco de Loli,
la hija de Fina, la señora de la tienda de la curva de Ardán. Debía de tener un servidor
unos seis o siete años y Loli ya se andaría por los catorce. Era una niña rubia
cuyo padre había fallecido no hacía muchos años. Ya no me acuerdo muy bien,
pero, un día, Loli se echó novio, un chico rubio y de ojos claros que era de
Poio, y se casaron. Es posible que Loli aparentara menos años de los que tenía,
pero el matrimonio se marchó para Suiza y tardaron unos años en volver. Pero no
nos adelantemos a los acontecimientos
porque, antes de nada, hay que contar que aquel quiosco era la sucursal del
paraíso en donde comíamos, tomábamos helados y nuestros padres bebían aquel
vino, “rojo como la sangre de un gigante” del que hago mención en mi poemario “A
la sombra de Teucro”. Nunca he sido más feliz que en aquellos años en donde
Lapamán era nuestra playa y en donde nuestros padres eran tan felices como nos
resulta imposible ser a nosotros ahora. No había coronavirus y los obreros, por
primera vez en la historia de España, se podían permitir un mes de vacaciones en
el mar, algo que tan sólo se permitían, veinte años atrás, los ricos. Quizás cuando volvieron de Suiza,
Loli y Jose abrieron la churrasquería San José en donde se tomaba el mejor
pescado a la brasa de la ría y el mejor churrasco de Galicia. Pero, por favor,
dejadme que lo cuente en otra entrada.