Cuando
el viajero baja, desde la Gran Vía viguesa, hacia el puerto de la ciudad
olívica, encuentra una sorpresa: el Bar Puerto, el bar de su adorado Leo
Caldas, el policía vigués que, gracias al magín de Domingo Villar, le ha
alegrado muchas lecturas. El viajero deja el coche cerca del puerto y sube
hasta el bar, un bar muy normal, un bar del puerto que guarda en su interior, como
una perla, una de las comidas mejores de toda Galicia. Que nadie busque nuevas
cocinas; que nadie busque cocina de autor, que nadie busque elaboradísimos
platos. Tan sólo una materia prima exquisita elaborada como desde hace siglos
consiguen el milagro del pulpo, de la merluza de pincho cocida a la gallega o
del bacalao y consigue elevar un humilde
bar a la categoría de prodigio de la gastronomía gallega. Vinos de la tierra para
una comida y un marisco del mar. El viajero, que ha ido a Vigo tan sólo para conocer este
bar, disfruta de lo que le sirve un
atento camarero y poco a poco la noche va entrando por la bahía y se llega
hasta el puerto para reposar, serena y tranquila, en los jardines en donde unos
rapaces practican parcour.
Al despedirse, el viajero agradece al
camarero la maravillosa cena y, cómo no, pregunta por su Leo Caldas del alma.
El camarero se echa a reír y le dice zumbón:
-
Estuvo, pero ya marchó.
El viajero, con la
sonrisa de la felicidad, le dice:
-
Pues, el próximo día que venga por aquí,
no se le olvide a usted decirle que voy a venir a verlo. O, al menos, avise a
Rafael Estévez, su ayudante mañico, para que me pueda dar noticias de él.
Cuando
el viajero sale del Bar Puerto, ya es noche cerrada y un barco perdido, quizás
el de su infancia, entra por la bocana del puerto. El viajero ha cumplido su
promesa y un día volverá a Vigo para hablar con Leo Caldas y decirle lo mucho
que le aprecia. Eso sí, siempre que el policía no tenga trabajo en comisaría y
no pueda acudir a ese pequeño santuario de la gastronomía gallega que es el Bar
Puerto de Vigo.
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