Mi
padre contaba este chiste que a mí siempre me ha parecido maravilloso.
Va un hombre muy delgadito y enclenque,
por la calle y de repente pasa una mujer “de bandera”. El hombre se la queda
mirando con un nada obscuro objeto del deseo. Entonces la mujer se acerca.
-
Buenos días, caballero. ¿Quiere usted
seguirme a mi casa?
El hombre no se puede
creer que haya tenido la suerte de que esa mujer escultural se haya fijado en
él y con una alegría que no le cabe en el cuerpo sigue a la mujer que abre el
portal, sube las escaleras y le deja franca la puerta del piso en el que vive
al emocionado personaje.
-
Caballero, entre en mi habitación y desnúdese
que ahora voy yo para allá.
Os podéis imaginar la
alegría del hombre que se desnuda a toda prisa y se queda esperando a que la
puerta de la habitación se abra y aparezca esa mujer que no ha visto ni en sus
mejores sueños.
Pero
hete aquí que la señora aparece con tres niños de la mano a los que se dirige
en tono cariñoso y maternal:
-
Hijos, comed bien si no os queréis
quedar como ese señor.
Me parece un chiste
inteligente con ese final sorprendente cuando ya estábamos “viendo” que aquello
iba a terminar con un “gaudeamus igitur”.
Ya sabéis: nada es lo que parece.
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