Quiero
contaros una historia. Érase una vez una tarde de abril en la muy fría y
castellana ciudad de Ávila. A la salida de un concierto en la Catedral, apoyado
en la puerta de la izquierda, hay un señor que lleva una gabardina con los
solapas de piel vuelta; creo recordar que son de piel azul. Aquel hombre deja
pasar a los asistentes al concierto y tiene blanco el poco pelo que le queda.
Aquel hombre tenía una mirada hermosa, la mirada del que ha contemplado mucha
belleza y ha sido capaz de trasmitirla a sus hermanos; aquel hombre tenía una
nariz que era como la proa de un barco acostumbrado a surcar las obras de los
más grandes compositores barrocos; aquel hombre había dado un concierto
dirigiendo un coro, pero podía también habernos deleitado con sus manos, largas
y sensibles, viajando por el teclado de un clave; aquel hombre amaba la música,
la llevaba en su sangre ya por aquellos días aquejada de un mal que, aunque irremediable,
se demoró en su labor quizás para seguir escuchando al maestro. Aquel hombre
salió de la catedral cuando el público la hubo vaciado y cruzó la plaza de la
Catedral en donde una fría noche abrileña – en Ávila se dice con humor que no
hay más que dos estaciones, la del ferrocarril y el invierno-, había acampado
con su granizo. Aquel hombre se dirigió hacia el final de la plaza y se perdió
en la luz cálida de aquellas farolas abulenses que nos regalaban a los
habitantes ese calor que necesitábamos para seguir viviendo, para vencer a las
sombras que, abanderadas del miedo, llenaban las calles y callejas de la vieja
ciudad castellana de hombres recios y curtidos y mujeres siempre vestidas de
negro, como si el luto llenara toda su vida, desde el nacimiento a la mortaja.
Aquel hombre dobló la esquina y se perdió en la noche. Aquel hombre, perdonad
por no habéroslo dicho antes, se llamaba Gustav Leonhard y era músico.
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