Dice Karen
Armstrong en su libro Breve historia del
mito que, desde el siglo XVI, el logos ha derrocado al mito y el hombre,
ese animal inconsolable del que hablaba Saramago, sin Dios y sin mitos, es más
inconsolable que nunca. Dice la escritora inglesa, premio Princesa de Asturias
de Ciencias Sociales en 2017:
La mitología había enseñado a las personas a
manejar su subconsciente, pero ahora que les habían retirado su apoyo, el
subconsciente se descontrolaba.
No se puede decir mejor: el mito era (es)
terapéutico, cura, consuela. Ayuda al hombre a enfrentarse a su extinción y a
la nada y, gracias a él, el ser humano asume las más terribles verdades con un
cierto grado de resignación. La confianza absoluta en el logos no aporta esa
curación tan necesaria y la fe en el logos es además engañosa pues no olvidemos
que la ciencia nos ha hecho vivir más y mejor, pero también fabricaba el Ziklon
B, el gas con el que se asesinó a millones de judíos en los campos de
exterminio.
Los seres humanos somos seres creadores de mitos y no
podemos vivir sin ellos. La ausencia de mitos conduce a la neurosis, a la
angustia, a los falsos paraísos de las drogas. El hombre es un ser espiritual y,
desde que existe sobre la tierra, ha necesitado de los mitos para exorcizar el
miedo.
Lo contrario es la Tierra
baldía de Elliot o la sociedad de la novela 1984 de Orwell. Un hombre
atrapado en su egoísmo es el Kurtz del Corazón
de las tinieblas de Conrad cuyas últimas palabras fueron: “¡El horror! ¡El
horror!” o el cónsul de Bajo el volcán
de Lowry que, atrapado en pulsiones de muerte, ha perdido su capacidad de ver y
vivir con claridad.
Necesitamos el mito en esta sociedad posmoderna si queremos
soportar la vida. El mito “heilt”, cura, nos hace capaces de enfrentarnos al mysterium terribile et fascinans que es
la vida como vio Rudolf Otto en su gran libro Das Heilige, lo santo.
Todavía estamos a tiempo.
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