Yo
recuerdo tu voz, viejo indio de cara ancha como tu corazón valiente, sonando en aquellas noches de verano en que
volvíamos de la sierra y el calor iba entrando en el coche como una lengua de
fuego que limpiaba mis pequeños pecados niños. En la radio del coche, tu voz y
tu guitarra me producían una sensación de venir de muy lejos, de unas tierras
remotas que nunca conocería, de países en donde los muertos convivían en la
calle con los vivos. Mas, de pronto, se perdía
la emisora y una voz más lejana se colaba de pronto y hacía aún mayor el misterio
de voz de los llanos. ¿De dónde venían esas emisoras? ¿Quizás de islas perdidas
en medio del océano? ¿De países lejanos como lejano es ahora el país de mi
infancia? Y, por debajo de ellas, otras aún más distantes, más extrañas, más
misteriosas. Pero la seguridad de una mañana de luz radiante en la azotea podía
todos mis miedos y tú, viejo indio de cara ancha como tu corazón valiente,
seguías cantando historia de ríos, de carretas, de un Dios al que le hacías
preguntas. Yo ahora recuerdo tu voz, viejo Atahualpa Yupanqui, ahora que ya te
has ido muy lejos por el caminito del indio, ahora que Dios te hace a ti las
preguntas. Yo ahora recuerdo tu voz en este viejo disco y sin querer, viajo de
nuevo de regreso a casa, con el calor como una lengua de fuego que limpia mis
pecados grandes de adulto. Gracias, Atahualpa, por poner esa voz en mi infancia
que no ha dejado de sonar hasta ahora.
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