La reina
doña Catalina, hija menor de Felipe el Hermoso y de doña Juana I de Castilla, nació
en Torquemada, Palencia, un 14 de enero de 1507 y ya no la pudo conocer su
padre que murió en el año de gracia de 1506, según se ha contado siempre, por
beber un vaso de agua fría tras jugar un partido de pelota. La niña se crio en
Tordesillas con su madre, prisionera en el palacio, hoy desaparecido, bajo la custodia férrea de los Marqueses de
Denia y no tenía más contentamiento que el realejo de su madre y unas monedas
que echaba en el enlosado de la calle para que los niños de Tordesillas
acudieran para hacerle compañía y acercarse a la plaza a por chuches. Lo cuenta
muy bien, - no podía ser de otra manera- , Laurent Vital, el cronista del
primer viaje de Carlos I a España:
A menudo por petición suya, los niños iban a
jugar delante de ella, porque a los niños les gusta ver a otros niños… y a fin
de que con más gusto allí volviesen, cada vez les arrojaba alguna moneda de
plata”
Pobre
niña en su cárcel de plata que tenía que conformarse con ver jugar, pero no
jugar ella misma.
Sin
embargo, esta niña estaba destinada a ser reina de Portugal al casarse con don
João III, hermano a su vez de Isabel, la portuguesa con la que se casaba su
hermano Carlos, al que tanto quería y respetaba.
Catalina,
muy bien educada por su madre en latines, griego y música (era muy devota como
su madre del flamenco Pierre de la Rue) se marchó para Lisboa y allí fue
reuniendo una colección de arte que le llegaba de diversos lugares del mundo,
pero, en especial, del Asia que los portugueses acabaña de descubrir. Fama
tuvieron también la magnífica colección de tapices que, como buena Habsburgo,
fue coleccionando en los palacios reales portugueses. No tuvo suerte la pobre
con los hijos pues todos se le murieron en tierna edad y tan sólo João llegó a
la edad de desposarse con la hija de Carlos V, Juana, de la que nacería el rey
don Sebastián, ese muchacho que tantos puntos de contacto tiene con nuestro
príncipe don Carlos pues ambos, como
estudió Manuel Fernández Álvare, estarían tocados por un gen loco que iba
saltando cada dos generaciones entre los Trastámara primero y entre los
Habsburgo, después. Cuando murió don João
III, Catalina, siguiendo las enseñanzas de Juan Luis Vives, se convirtió en la
viuda perfecta y llegó a ser una portuguesa más defendiendo en todo momento a
su país de origen.
Sin
embargo, ya hacia el final de su vida, Catalina se planteó muy seriamente el
regresar a España, decisión que apoyó su sobrino Felipe II. Eligió un convento
de Ocaña, Toledo, para pasar su vejez entre las monjas. La causa de este deseo
de regresar a su país la ponen los historiadores en las desavenencias que
surgieron entre la reina y su nieto don Sebastián, siempre obsesionado por
vestirse de gloria en hazañas épicas de las que mentes más preclaras ( léase
don Juan de Austria) intentaban disuadirle. Mas con todo, la reina viuda no se
vino para España y se retiró al Convento de la Madre de Dios de Xabregas mientras
se dedicaba a terminar la capilla que albergaría su sepulcro en le monasterio de
los Jerónimos para cuyas pintura recurrió al mismísimo Tiziano, mas no pudiendo
éste, por falta de tempo, pintarlas, fue el portugués, con ascendencia
sevillana, Lourenço de Salzedo, el que las pintó. Aquella niña que buscaba la
compañía de los niños de Tordesillas murió en Portugal en 1578, a los setenta y
un años con grande sufrimiento, según le escribió Fontana, nuncio papal en
Lisboa, al cardenal Como.
Y
hasta aquí la vida, muy resumida como es lógico, de aquella niña que tanto me
emocionó cuando hace ya muchos años leí la vida de doña Juana escrita con mano maestra
por ese gran historiador que fue don Manuel Fernández Álvare, sin olvidar que, ya antes, en los años treinta, se había
ocupado de ella el gran Félix de Llanos y Torriglia, el mismo que escribió la
biografía de don Germán Gamazo y Calvo, el prócer de Boecillo. Pero eso es otra
historia muy larga que se va plasmando poco a poco en un libro que, Dios
mediante, quizás vea la luz antes de fin de año.
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