Cuando el viajero llega a
Guarda, esa ciudad que se encarama en un monte hasta legar a la Sé, es ya
agosto entrado. Hace tiempo que conoce la ciudad y en su recuerdo pervive esa
imagen de un señor al que le preguntó su padre por el camino a Covilha y,
mientras le respondía al padre del viajero, llegó un familiar y le besó. No sé
porque al viajero se le ha quedado esta imagen de Guarda, pero es la que
conserva. ¡Qué le vamos a hacer! En esa mañana de agosto el viento sopla en
Guarda y juega a husmear por las callejas. Nada más llegar, el viajero siente
algo especial: un algo que le dice que esa ciudad lo estaba esperando desde
hacía muchos años y, como en otras ocasiones, el viajero se deja llevar.
De
pronto, en una pared, una inscripción en piedra recuerda al rey Sancho I, el
fundador de la ciudad, el rey poeta, y uno de sus versos:
Muito
me tarda
o
meu amigo na Guarda
¿Qué
haría el amigo en Guarda? Estaría oyendo como él el viento? ¿Estaría viendo
pasar las nubes en loca carrera camino del sur?¿Estaría resguardado del frío al
fuego de una lareira? Hay otras posibilidades, pero el viajero no quiere entrar
en ellas y sigue calle arriba.
En una
de sus rúas, se compra un queso y luego, a indicaciones del buen quesero,
asciende por un arco en el que lo espera la imagen de Unamuno, el gran
visitador de Portugal, el gran amante, como el viajero, de las tierras lusas.
Y, una vez metido na cidade velha, el
viajero se recorre sus vielas en las
que de pronto ha llegado el invierno y en una noche fría – Guarda es en una de
sus cinco efes- a cidade fría- la
nieve está llamando en su ventana mientras un candelabro de siete brazos está
encendido. El viento sigue soplando en esa noche de Guarda en que parece que
viven todas las noches del mundo, todos los inviernos del mundo, todo el frío
del mundo. Y hay gentes que pasan rezando un kadish por los que ya son viento en el viento, frío en el frío,
noche en la noche y el viajero, otra vez en agosto, ha llegado hasta una plaza,
la enorme plaza que está dedicada a su amigo Luis de Camõens, el gran poeta
luso, y en ella ve unos soportales y unas casas blanacas. Una de ellas es A casa do bom café, recuerdo del pasado
colonial de Portugal, cuando las
colonias llevaban a las metrópolis el buen café que creó esa cultura cafetera
tan portuguesa. Y el viajero regresa y se perjura que un día volverá a Guarada,
la cidade fría, farta, forte, formosa e
fiel y sabe que Guarda lo estará esperando con su viento frío, con sus
candelabros de siete brazos, con su kadish,
con su nieve que es vida en la muerte de la noche de todas las noches.
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