Este
verano de 2017, me estoy dedicando a escuchar y a leer a Leonard Cohen, ese
canadiense que, en el discurso del Premio Príncipe de Asturias de las Letras,
reconoció la deuda que tiene con España pues un español, cuyo nombre nunca supo,
fue el que le enseñó a tocar en la
guitarra los cuatro acordes con los que luego ha compuesto la mayoría de sus
canciones; y otro español, Federico
García Lorca, fue el que le endeñó a escribir sus letras. Junto al Cohen
cantante, está el Cohen poeta; es más, primero fue el poeta y después, el
cantante. En 1961 cuando Leonard Cohen tenía veintisiete años, escribió su primer libro de poemas que fue recibido
con los adjetivos de místico, profano, obsceno, sarcástico y osado. El libro se
llamaba y llama La caja de especias de la
tierra y lo he ido leyendo entre Boecillo y Aveiro, entre el Duero y el
Atlántico de la playa da Barra. Y, la verdad, es que sorprende por su audacia
poética, por la fuerza de su imágenes y por la cercanía a la realidad con la
que escribe:
Me
pregunto cuánta gente en esta ciudad
vive
en habitaciones amuebladas.
Ya
tarde por la noche cuando miro hacia los edificios
juro
que veo un rostro en cada ventana
que
me devuelve la mirada,
y
cuando me retito
me
pregunto cuántos vuelven a sus escritorios
y
escriben esto mismo.
(…)
Oh
lejos de cualquier azotea,
estamos
tendidos bajo los castillos,
entre
profundas ramas de plata,
y
la luna solitaria
vive
en lo alto de todo el mundo,
y
en su luz nos sostiene,
fría
y espléndida,
en
su vasta y clara noche.
(…)
Ahora
te incluimos en todas nuestras fantasías,
seguimos
teniendo absoluta fe en tus legendarios cos-
tados.
Nuestros
barcos desde el medio del océano
son
guiados por el brillo del sol en tu barriga,
reanudan
su comercio entre tus colosales rodillas,
y
un millar de destartalados poetas
acuestan
sus cabezas heridas sobre tus pechos para
cantar.
(Traducciones
de Alberto Manzano en Editorial Visor.
Para
que luego me hablen del Marwan…
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