Este cuento nació por la
historia que me contó Luis Fernando, el entonces director de SER Ávila. Le
gustó mucho cuando se lo di a leer y he creído que merecía la pena que lo
leyerais. En fin…
LA CASA
MÁGICA
Desde que mis padres me
llevaron a aquella ciudad, noté que su color era el gris. Gris eran sus cielos
que dejaban ver muy pocas veces aquel azul que yo veía en el pueblo blanco en
el que había nacido; gris eran los montes que la rodeaban; grises los edificios
y grises también sus habitantes. Grises eran las mañanas en el colegio en donde
yo era el nuevo, el que había venido del sur lejano, el que se había traído en
su mirada el color del mar, pero que poco a poco se le iba enturbiando en
aquellas tierras hostiles. El que hubiera jugado en las playas doradas, el que
mi horizonte estuviera lleno de foques y de gavias, el que supiera de ocasos
llenos de colorido en las aguas del océano, provocaba envidia e inquina entre
mis compañeros que, por cualquier causa y a veces sin causa alguna, formaban en
los recreos un grupo para pegarme. Un día, harto de que me pegaran les pregunté
que por qué lo hacían. “Porque eres el nuevo y además conoces el mar”, me dijo
el más alto, hijo de un carbonero, en cuya cara siempre había tiznones que le
hacían parecer un ser diabólico recién salido del infierno más profundo. En
soledad, llegaba hasta el caserón de piedra del colegio y, en soledad, me
marchaba camino de mi casa en donde mis padres tampoco hablaban mucho. Parecía
que se les había metido aquella vida sombría en las entretelas del corazón. Mi
padre llegaba cansado de trabajar, se sentaba y, o bien oía los deportes en la
radio, o bien leía, sin mucho interés, algún periódico local. Sin embargo,
allí, en nuestro pueblo, le gustaba llegarse a la taberna y oír algo de cante
en la vieja radio. Algunas tardes, entraba también con él mi tío Tomás, que
tenía una barquita y llegaba con ella hasta la desembocadura del río pescando
y, mientras pescaba, desgranaba sus cantes, y esas tardes, mano a mano,
sentados en unas sillas de esparto que les guardaba el tabernero, se cantaban
sus alegrías y sus fandangos. Otras tardes, mi tío se ponía a hacer juegos de
manos con la baraja sobada de la taberna, esa baraja que olía a pescado y a mar
porque con ella mataban el tiempo los pescadores y todos se arremolinaban a su
alrededor porque sus manos eran tan rápidas como los peces de la desembocadura
y los ojos de los parroquianos las seguían embobados. Creo que entonces mi tío
hubiera podido hacer de ellos lo que hubiera querido porque los tenía como
hipnotizados. Pero aquí no; aquí no
había cantes, ni magia y, mientras mi padre leía, mi madre azacaneaba por la cocina y, al
final, cansada se sentaba en un silla a coser. Alguna vez, se cruzaban algunas
palabras, muy pocas, muy breves, y seguía cada uno a lo suyo. Tan sólo, si
había ocurrido algo en el barrio, entonces hablaban sobre el suceso y, si yo me
quería meter en la conversación, en parte por la curiosidad, en parte por dejar
de aburrirme, me decían un lacónico “son cosas de mayores, hijo; tú sigue a lo
tuyo”. Y yo seguía a lo mío que era ver cómo el sol se ponía por los sombríos
montes agrisados que rodeaban la ciudad y como ni siquiera las farolas podían
alegrar la niebla oscura que todas las
noches bajaba desde aquellas montañas serias y circunspectas, como mis
compañeros, como los habitantes de aquella ciudad a la que habíamos llegado
buscando trabajo, como mis propios padres que parecía que se habían contagiado
de tanta tristeza. Entonces encendía la radio que me habían traído mis tíos de
su viaje de novios a Canarias y me ponía a oír la música que radiaban. Pensaba
que esa misma música y a esas mismas horas la estarían oyendo algunos de mis
compañeros, aquellos que me rechazaban tan sólo por ser el nuevo, por tener un
acento distinto del que se burlaban pronunciando todo con la ese. Y así, con mi
radio, pasaba las tardes hasta que mi madre me decía que ya era hora de
acostarse. Creo que en aquella ciudad hasta los sueños eran grises, pero
algunos días, en sueños, me venía el río desembocando en el mar, los cantes de
los pescadores en sus barcas, las cantiñas que se oían en la taberna de
Pericón, las playas que, al ocaso, convertían sus arenas en oro y me dormía
acunado por tanta belleza. Pero, cuando despertaba a la mañana siguiente, con
los cantes, con el mar y con el sol aún dentro de mi corazón, aquella ciudad
aún me parecía más gris.
Unas Navidades, vino a
pasar unos días tío Tomás. Aquella noche de Nochebuena, cantó todo su
repertorio de coplas e hizo todos sus juegos de cartas. Al acabar, me dijo: “A ver, chaval, te voy a
enseñar unos juegos de manos que van a dejar de piedra a tus amigos”. Y
cogiendo la baraja que había servido para echar una brisca después de cenar, se
puso a hacer juegos con las cartas. Adivinaba
la carta que habíamos sacado al azar y guardado con cuidado en el bolsillo de
la chaqueta; conseguía que los naipes aparecieran en los lugares más
inverosímiles y hasta conseguía que mi madre sonriera como lo hacía en nuestra
tierra. Aquella noche me enseñó algunos trucos, muy sencillos decía él, que yo
aprendí y que, luego, en la soledad de mi cuarto repetí hasta que el sol, que
aquel amanecer me pareció casi igual al de mi tierra, tocó en mis cristales.
Poco a poco, aquellos
juegos de cartas que aprendí y que repetía en los recreos, hicieron que mis
compañeros me respetaran. Ya no se reunían en el patio del colegio para
pegarme, sino para verme pasar las cartas con la habilidad de un prestidigitador
profesional. Sus ojos seguían mis manos intentando pillarme el truco, pero mis
dedos ya se habían hecho lo suficientemente listos para que no me lo pillaran y
se escapaban como los peces plateados de la desembocadura saltaban de las redes
de mi tío Tomás. Yo notaba que poco a poco iba ganando su respeto primero y,
luego, su admiración; que ya no importaba mi acento ni que conociera el mar; en
definitiva, que ya no importaba que fuera el nuevo y que me empezaban a admitir
en su grupo. Cuando nos cruzábamos por la calle, me saludaban y, si iban con un
amigo de ellos al que yo no conocía, me presentaban diciendo que yo sabía hacer
unos juegos de manos que dejaban alelado, vamos, que era muy bueno, tan bueno
como los magos profesionales que salían por la televisión. Con el tiempo,
empecé a hacer juegos de manos en algunos bares a los que acudía mi padre y los
clientes se daban con el codo como diciendo, “anda, mira, lo que hace el hijo
de éste, con lo paradillo que parecía al principio. Y eso que dicen que en su
tierra tienen mucha gracia”. En el barrio, ya me conocían como el mago y eso me
llenaba de orgullo, me hacía ir con la cabeza derecha por la calle y no como
antes, que iba encorvado y mirando al suelo, como si tuviera vergüenza de haber
venido a esta tierra a buscar el pan con mis padres, como si esperara encontrar
por el suelo el dinero que a madre le faltaba para llegar a fin de mes. Y aquella ciudad ya no me parecía tan gris,
ni sus habitantes tan hostiles, ni sus edificios tan oscuros. Es más, hasta
descubrí en los montes que la rodeaban grandes pañuelos verdes de hierba que
alegraban la mirada. Quizás allí también se podía ser feliz.
Al poco tiempo, mirando
una revista de mi madre, vi un anuncio en el que una tienda de la capital
ofrecía su mercancía que no era otra que artículos de magia. El anuncio, con un
mago dibujado con su varita y su chistera de la que sacaba una paloma, rezaba
en letras de cuerpo mayor: ARTÍCULOS PARA PROFESIONALES DE LA MAGIA. SE SIRVEN
PEDIDOS A TODA ESPAÑA. Y en letras de cuerpo algo menor, una dirección desde la
que, si escribías, te enviaban a vuelta de correo un catálogo completo y a todo
color de sus existencias. No lo dudé ni un momento y me fui hasta la alacena
del comedor; saqué la carpeta en la que
mi madre guardaba el papel de cartas y los sobres, esa carpeta que sacaba casi
todas las semanas para escribir a sus padres y a sus hermanos. Fui sacando todo
casi con devoción: primero, un bolígrafo; luego, un papel pautado con finas
líneas azules y, finalmente, un sobre algo amarilleado por el tiempo, un sobre
que, si me lo acercaba hasta la nariz, me olía a caracolas y a algas marinas, a
la desembocadura de aquel río que terminaba en aquel océano por donde se
ocultaba el sol cada tarde. Cogí el bolígrafo y me recordé su secreto: la tinta
se quedaba formando una bolita más pequeña, como un pequeño satélite de la bola
mayor y, al cabo de un tiempo de escribir mi madre, aquel satélite se rompía y dejaba en el papel
de la carta una pequeña mancha. Y yo, que entonces era todavía un niño, pensaba
que el bolígrafo también lloraba y que así expresaba la pena que le producía lo
que mi madre iba escribiendo. Luego, le tocó el turno al papel que venía
engomado por arriba para unir las cuartillas. Mi madre, cuando acaba la primera
cara, lo arrancaba del engomado con mucho cuidado para que no se rompiera y
seguía escribiendo por la otra cara; porque sus cartas eran muy largas, de
varias cuartillas, pues muchos eran a los que tenía que contar cosas y enviar
recuerdos. Finalmente, saqué de la carpeta uno de aquellos sobres que parecían
recién venidos de nuestra casa en el pueblo, de aquella casa que ahora estaba
cerrada, con los relojes, de cuya cuerda se ocupaba tío Tomás para que no se
estropearan parados, dando la hora en el silencio y en el vacío; con las
ventanas cerradas desde las que nadie veía los barcos; con las cenizas de la
lumbre apagadas y grises como la cara de mi padre algunas tardes cuando
regresaba de la fábrica. Mientras sacaba aquellos artículos de escritura, recordaba
que mi madre me dejaba leer las cartas y, a medida que las leía, me iba
llegando el olor de aquella tinta en la que mi madre iba dejando el corazón
para que, metido en aquel sobre algo amarillento, llegara hasta el pueblo en el
que había nacido, hasta el pueblo en el que las torres de las terrazas hablaban
de un pasado comercial donde los habitantes vigilaban la llegada de los barcos
que venían de ultramar y, ya antes de atracar en el puerto, les llegaba el olor
de las especias y del café . En ese papel escribí la carta que había redactado
en borrador en mi cuaderno; usé ese mismo bolígrafo de mi madre y lo metí en
uno de esos sobres amarillentos que mi madre decía que conservaba el olor de
los arrayanes de nuestra tierra. Le puse el sello y salí corriendo con él a
Correos. Por el camino, me iba pasando la carta entre los dedos, haciendo magia
con ella con la esperanza de que se convirtiera en paloma y así llegara antes a
su destino. La dejé en aquellos buzones grandes que había en la puerta de la
estafeta y me volví a casa.
Desde que había dejado mi
carta en las fauces de aquel león esperaba ansioso al cartero. Nada más llegar
a casa, miraba en la mesita en la que mi madre dejaba las cartas que nos
llegaban desde el sur, desde aquel sur que ahora, con la alegría del catálogo
de magia, no sabía muy bien por qué, me parecía más cercano. Un día, mi padre
me dijo: mira, hijo, tienes un sobre para ti. Y me lo alargó. Yo lo cogí y, en
mi cuarto, en la soledad que se requiere para el misterio, lo abrí. Estuve un tiempo
sin reaccionar: en mis manos tenía el catálogo de magia más completo que había
visto nunca, con los artículos de magia de los profesionales. Yo iba pasando las páginas lentamente, como
si al acabarse ese catálogo se acabara el mundo con él. Cuando llegué a la
última página, me juramenté a ir dejando un poco de mi paga semanal para
poderme comprar algunos de esos artículos, lo más baratos, a esos a los que
podía llegar con mi escasa paga y mis escasos aún conocimientos de mago
infantil. Pero me lo juré y así, semana tras semana, yo iba dejando parte de mi
paga para comprarme lo que había elegido: una varita mágica y un pañuelo grande
y morado, como había visto que tenía aquel mago que, de vez en cuando, actuaba
en el viejo teatro de la ciudad. Con esas dos cosas, ya podía hacer alguna actuación en alguna
fiesta de los poderosos de la ciudad, en alguna taberna en la que no tuvieran
reparos a que un menor de edad ganara unos duros. Volví a abrir la carpeta de
mi madre y, repitiendo el ritual de la vez anterior, escribí mi pedido. Luego,
volví a ir a Correos y a meter mi carta en la boca de aquel león. Y, después, a
esperar a que el cartero me trajera de nuevo la respuesta de aquella tienda de
magia.
Había pasado casi medio
mes desde que hice el pedido y mi varita y mi pañuelo morado no llegaban. Todos
los días, miraba la mesa de la entrada por ver si estaba allí mi ilusión metida
en una caja y todos los días me encerraba en mi cuarto a oír la radio que me
habían traído de Canarias. Un día, mientras oía a uno de esos cantantes de
moda, mi padre entró con un paquete en la mano y me dijo muy serio: “mira lo
que te ha dejado el cartero. Espero que estas cosas tuyas de la magia no te
quiten tiempo de tus estudios porque no quisiera tener un hijo artista. Sabes, hay
que ser muy bueno para triunfar y, como en todo, tener padrinos. Así que tú, lo
primero, a estudiar para ser más que tu padre que se ha tenido que venir a esta
ciudad para ganar cuatro duros y encima lejos de su tierra”. Y tras el sermón,
me dejó el sobre grande, blanco, como un campo nevado o como la cal de las
casas de nuestra tierra. Yo lo cogí con la reverencia con que el sacerdote
elevaba la Hostia y lo dejé encima de la cama; no me atrevía a abrirlo: quería
que aquel momento durara toda una eternidad. Cuando ya por fin me decidí,
rasgué el sobre con un cuchillo y rescaté de su interior mi varita mágica y mi
pañuelo morado.
Y tal y como yo me había
planeado, gané con ellos mis primeros duros en una taberna a la que iban los
mineros a tomarse un vino que les quitara de la garganta el polvo del carbón.
Mis manos eran hábiles y por mis dedos las cartas se movían como las mariposas
blancas de la primavera. Los mineros,
acostumbrados al negro de la mina, seguían esas mariposas y un mundo nuevo, un
mundo de luz iluminaba sus ojos oscuros de tanta noche subterránea. Yo me
sentía feliz viendo que era capaz de alegrar a la gente con mi habilidad y me
inclinaba cuando me aplaudían tal y como había visto hacer a los magos por
televisión. Y así, poco a poco, cada vez iba actuando en más tabernas y, con el
dinero que iba ganando, me iba comprando algunos artículos nuevos y mis trucos
iban creciendo en complejidad. Cada cierto tiempo, cuando con mi paga semanal y
con los durillos que iba sacando tenía reunido lo suficiente, abría la carpeta
de mi madre y, con la misma reverencia y solemnidad que emplean los sacerdotes
en la consagración, escribía a aquella tienda que era para los profesionales de
la magia.
Así fue pasando el tiempo
hasta que un día mi padre me dijo que los tres íbamos a ir a Madrid. Nunca
habíamos estado en la capital y mi padre, que había hecho unos ahorrillos
porque le habían nombrado encargado, pensó que ya era hora de salir un poco y
de conocer mundo aunque ese mundo estuviera tan sólo a cuatro horas de tren.
Así pues, nos llevó a una pensión de la
Gran Vía para que estuviéramos en el centro y, sin tener que andar metiéndonos
en el Metro, visitar la Puerta del Sol, la Plaza Mayor o el Madrid de los
Austrias. Cuando me dijo que íbamos a la capital de España y que además la
pensión iba a estar en la Gran Vía, le dije que si podría acercarme a la Casa
Mágica, la tienda de artículos de magia a la que ya llevaba un tiempo
escribiendo y que quedaba muy cerca de nuestro alojamiento. Él, poniendo esa cara tan seria que ponía
cuando consideraba que la ocasión lo requería y lo que tenía que decir era de
sublime importancia, me puso una única condición: que él me acompañaría porque,
a saber cómo me tratarían y qué harían conmigo unos tipos que se dedicaban a la
magia. “Hijo”, me dijo muy serio, “ya te he dicho muchas veces que esto de la
magia está bien como diversión, para pasar el rato, pero que te hagas mago y
que seas artistas no me gusta. La gente de la farándula, - a mi padre le
gustaba decir esa palabra-, son gente rara, la mayoría ni están casados y viven
amontonados como las ovejas. Además, así entre nosotros y entre hombres, porque
ya lo eres, que se te ve ya un bigotillo que algún día te tendrás que afeitar, entre las mujeres artistas, la
que no es puta está liada con algún empresario o le pone los cuernos al marido
con algún gerifalte del Ministerio de Información y Turismo que eso viene bien
a la hora de estrenar las obras y para
que la censura dé el visto bueno a los espectáculos. Y, si seguimos hablando
así entre tú y yo, por lo que respecta a los hombres de ese mundillo, el que no es maricón lo andan buscando”. Mi
padre no entendía que se podía ser mago y honrado padre de familia y
consideraba un desdoro para su hijo el que anduviera con semejante gentuza. Por
eso, me acompañó hasta la tienda. Los dependientes, vestidos con frac, como si
fueran a actuar, al explicarles yo quién era, me reconocieron enseguida. Eres
el chaval de la letra redondilla que nos escribes casi todos los meses. Y, de una
carpeta, sacaron todas y cada una de las cartas que yo les había escrito.
“Mira, aquí están todos los pedidos que nos has hecho”. Y yo sentí una emoción
tan honda que aún ahora, mientras escribo estas letras esperando mi actuación
en la RAI, se me pone un nudo en el corazón y hasta se me escapan de los ojos
unas lágrimas que me recuerdan a aquellas lágrimas de tinta que se formaban en
el bolígrafo de mi madre. Sin embargo, mi padre, cuando vio que unos señores
vestidos de magos me metían detrás de unas cortinas para enseñarme los
artículos que utilizaban los mejores magos del país, no le gustó nada y se
prendió el primer cigarrillo de los muchos que se iba a fumar mientras yo
estaba dentro, en aquella trastienda en donde mis sueños se estaban haciendo
realidad. Yo era feliz, muy feliz. Me sentía ya un mago consagrado, un mago que
podía actuar en cualquier sitio, un mago que podía hacer felices a muchos
públicos tan sólo con la habilidad de mis manos. Recorría como un sonámbulo las
distintas habitaciones que conformaban la trastienda Y hasta me pareció oír la voz del mar y,
cuando se lo dije a uno de los magos, me dijo sonriéndose: “No chaval, son los
coches que pasan por la Gran Vía”. Pero a mí me daba igual porque hasta veía venir los barcos y atracar en el
puerto de mis sueños, barcos de tres palos, con sus velas desplegadas y con el
viento de la tarde empujándolos. No sé el tiempo que estuve allí dentro, sólo
sé que, cuando salí, mi padre se había fumado medio paquete de tabaco y se
habría gastado media suela de los zapatos de tanto pasear por delante del
mostrador como un león enjaulado. Yo me despedí de aquellos señores y me fui
hasta donde estaba mi padre que, por no decirles ni adiós, ya se había acercado
a la puerta para marcharse.
Cuando salimos, no se
pudo resistir más y con esa cara tan desagradable que se le ponía cuando algo
le contrariaba, me dijo:
- ¿Qué habéis estado haciendo ahí dentro tanto tiempo? Mira que ya estaba a punto de entrar en esa trastienda; que de esa gente no se puede uno fiar.
Yo sentí pena porque no
podía entender la belleza, la ilusión, la felicidad que su hijo había vivido en
aquella casa mágica, pero me callé y él también se calló al ver que yo no le
respondía nada. Me lo volvió a preguntar, días más tarde, en el andén de la estación mientras
esperábamos el tren que nos devolvería a todos a casa:
- ¿Qué estuviste haciendo tanto tiempo con aquellos tipos en la trastienda? ¿Tampoco ahora me vas decir nada?Pero yo me callé de nuevo como si lo que ocurrió en aquella trastienda hubiera sido un arcano que a nadie podía ni debía revelar.Por último, cuando ya el tren estaba llegando al hermoso valle en el que estaba enclavada nuestra ciudad, una ciudad que, por cierto, de un tiempo a esta parte cada vez me parecía más hermosa, con sus casas de piedra y sus balconadas de madera en las que, sobre todo en las casas de las afueras, colgaban el maíz a secar; una ciudad que me gustaba recorrer en las noches de lluvia porque sus calles recibían en su suelo mojado el reflejo de las farolas; una ciudad en la que se notaba la alegría de sus habitantes que se dejaba brotar en las romerías, que acompañadas de gaita y tambor, llenaban el corazón de optimismo. Claro que recordaba nuestro pueblo del sur, pero también en aquella ciudad yo me había convertido en lo que tanto me gustaba: un mago casi profesional. Pues, como iba diciendo, cuando ya se veía nuestra ciudad desde el tren, mi padre insistió con su pregunta, insistió con lo que tanto le preocupaba, con lo que, quizás, no le había dejado vivir tranquilo desde que salí de aquella mágica trastienda. Y yo, por toda respuesta, le dije lacónicamente:
- No lo entenderías, papa: son cosas de magos.
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