miércoles, 20 de junio de 2018

LAS CORTINAS MARRONES


Tiene ya muchos años este cuento que di en llamar Las cortinas marrones por unas cortinas que había al fondo de la tienda de Vázquez Lescaille en Pontevedra. Espero que os guste.

LAS CORTINAS MARRONES


 

A Pontevedra, a cidade das camelias,

na que soñei moitas veces un amor que endexamais chegou.

 

Siempre te esperaba junto a aquellas cortinas marrones, en la tienda de discos. Habíamos pasado la mañana espiándonos en las clases, lanzándonos miradas cómplices desde las mesas. Yo salía un poco antes y te esperaba. Tú llegabas un poco más tarde y te traías toda la primavera contigo, todo el aroma de las camelias en flor de la Herrería. Nos queríamos con la fuerza que da lo nuevo, con la ilusión que dan los quince años. Yo pasaba el rato mirando los discos y de repente tú llegabas y salíamos a la calle. La calle, llena de sol, aunque la niebla del mar cubriera la alameda. Recorríamos las calles hasta tu casa y te dejaba en el portal con la ilusión de verte a la tarde, en las clases aquellas en las que entraba el sol de Febrero. Miraba desde la ventana y veía pasar al niño con su madre, a la castañera en la esquina de Riestra, a los obreros que salían de sus trabajos. Y sabía que ya llegaba nuestra hora, la hora en que volveríamos a estar juntos. Tú salías de la academia de inglés a las ocho y yo te esperaba en el portal. Recorríamos las calles oscuras de la ciudad, bañadas por la niebla, por el salitre del mar y me decías que parecía que estábamos en una ciudad submarina, en una ciudad sacada de un cuento antiguo y misterioso en el que los hombres tuvieran escamas y se reprodujeran como los peces. Y reíamos en el silencio de la noche que hacía retumbar nuestros pasos en los antiguos palacios. A veces llegábamos hasta el puerto, hasta aquel puerto que en otros siglos albergó tantas barcas de los mareantes y nos quedábamos mirando a la ría, viendo las luces del otro lado, de los pueblos de las montañas. Y entonces me cogías la mano y me decías que aquello era muy hermoso, tan hermoso que parecía que todo era una película, como si delante tuviéramos la pantalla del Avenida o del Malvar. Luego otra vez volvíamos a tu portal y yo me marchaba para aquellas calles que conservaban un olor antiguo, mezcla de mar y de monte, de vino ácido y aguardiente. A la mañana todo volvía a ser lo mismo. Las clases en aquel caserón de la alameda, las miradas cómplices y mi espera junto a aquellas cortinas marrones, estas mismas que ahora tengo a mi lado que acaricio en un descuido de la dependienta para que no piense que soy un loco, un perturbado que hace cosas raras. Como entonces, a mi lado están los discos en sus cajas y las cintas en sus armarios; también están conmigo mis recuerdos de tantos días, de tantos meses, de tantos años. Miro las cortinas marrones en aquella trastienda y entonces siento la voz de la dependienta a mi espalda:

 

  • ¿Desea algo, señor?
  • No, nada. Bueno, sí.
     
    Alargo la mano y alcanzo un disco. Uno cualquiera, ése que me hubiera gustado regalarte en una de aquellas mañanas en las que el sol vencía a la niebla allá por Lourizán.
     
    **********************
     
    Subo la escalera y desde el rellano miro allá al fondo a aquellas cortinas marrones. Salgo a la calle y busco entre la niebla que sube del puerto aquella ciudad submarina que tú me describías en aquellas tardes que paseábamos entre Santa María y la plaza de la Leña. También te busco a ti pero es inútil. Espero que surjas de repente, doblando una esquina, con tu sonrisa que iba abriendo las puertas a la primavera, haciendo florecer los camelios y las madreselvas. Quizás algún día el milagro sea posible.  Por ahora sólo tengo en la mano el disco que compré en aquella tienda en la que nos esperábamos, en aquella tienda que tenía al fondo unas cortinas marrones.  
     


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