Este cuento está
basado en una historia real: un día de marzo, crucé la muralla por el Postigo de la Malaventura
en Ávila y, en una casa que hacía esquina, me esperaba una sorpresa. Si la
queréis conocer, leed el cuento.
LA MUERTE ME ESPERABA EN SAMARCANDA
Aquella tarde crucé el
Postigo de los Desventurados como hacía
tantas tardes de tantos días del año. Me gustaba llegarme hasta el otro lado de
la muralla en donde había aquel barrio de casas bajas que me recordaban las que
aparecían en las películas cuya acción se desenvolvía en la época medieval. Me
gustaba también imaginarme que en aquellas casas vivían pelaires, labrantines o
herreros; curtidores, vidrieros o guarnicioneros. Labradores y artesanos en
aquel mundo sencillo que protegían, como una madre amorosa, las murallas. Desde
el Postigo veía todo el valle y, al pie de los roquedos, las casas en las que
vivía desde que llegué a esa ciudad. Algún coche, lejano por la carretera que
iba hacia el sur, me sacaba de mi ensueño medieval. Otras tardes era el volar
loco de los vencejos y otras, la algarabía de los jóvenes que ocupaban los
aledaños de la muralla para jugar al fútbol. Aquella tarde en que crucé el postigo
como lo hacía tantas tardes de tantos días del año, me fui hacia aquellas casas
de artesanos y me senté en unos bancos que el Ayuntamiento había colocado en un
jardín lindero con el lienzo de la muralla. Sentado en el banco me fijé que
entreveradas con las casitas aparecían otras casas más modernas, de nueva
construcción. La verdad, pensé, es que es un barrio tranquilo; los ruidos
apenas existen y es el lugar ideal para alguien que le guste el silencio y la
meditación. En una de esas casas nuevas había luz y por la ventana abierta se
veía un hombre escribiendo. No he dicho que hacía una tarde de marzo que podría
ser muy bien de junio pues el aire cálido del sur había despertado a la ciudad,
dormida durante casi cuatro meses en su lecho helado. Aquel día, el canto de
los pájaros, el calor que guardaban las piedras de la muralla y el corazón que
sentía ese deseo que contagia la primavera de que algo nuevo empieza y que hace
que, pese al transcurrir inexorable de los años, nos sintamos más jóvenes, nos
decía que ya estábamos en el buen tiempo y lo disfrutábamos como algo que se
lleva deseando muchos meses y que, cuando llega, se recibe con más gusto. Poco
a poco, mientras pensaba en estas cosas, me fui acercando a la ventana
iluminada; un hombre escribía en una máquina de escribir antigua. Rodeado por
una biblioteca con tomos antiguos y algunos nuevos que hasta pude reconocer, el
hombre estaba entregado a su labor con entusiasmo. Lo envidié porque a mí
siempre me hubiera gustado ser escritor. Sí, es verdad que tengo escrito algo,
pero poca cosa: un cuento en una revista de provincias, un premio en un
concurso de un pueblo y poco más. Sin embargo, aquel hombre, con aspecto de
extranjero parecía un escritor profesional. Pensé que podía ser un inglés que
había recalado en nuestra ciudad para escribir una novela a lo Somerset
Maugham; esas novelas en donde el novelista es un hombre de mundo que asiste a
fiestas, liga mucho y, si se tercia, se acuesta con las protagonistas. En mis
cuentos, todo era provinciano, gris, sin brillo. Un amigo me dijo que era el
cronista de las vidas casposas. Es posible. Por eso dejé de escribir y ahora
paseo y leo lo que escriben los demás. Por eso, porque soy un fracasado en la
literatura, me dio envidia de cómo escribía aquel hombre al que veía por la
ventana abierta de par en par. Sí, porque el hombre seguía escribiendo, atento
a su vieja máquina de escribir y yo me marché, calle arriba con la rabia de no
poder ser él.
Pasaron varios meses y durante este tiempo no pude
cruzar el postigo ni una sola vez. El que era mi paseo habitual, por razones
que no vienen al cuento, no se pudo llevar a efecto. Me pasaba los días
encerrado trabajando en casa, intentando llevar a cabo un proyecto que me
habían pedido, casi exigido en mi trabajo. El tiempo me acompañó pues marzo
pronto volvió por sus fueros y la lluvia y la nieve lo llenaron todo de un
ambiente invernal. Abril tampoco vino muy bueno que digamos y el día que no
llovía, nevaba y el que no nevaba un viento frío e inhóspito recorría las calles
barriendo a los transeúntes. Sin embargo, un día en que ya el proyecto estaba
muy adelantado, noté un calor diferente en casa; podía trabajar sin el grueso
jersey de lana que mi abuela me había regalado para que pasara el invierno en
aquella ciudad que tenía fama de ser la más fría del país. Me asomé por la
ventana y oí cómo los pájaros piaban en los árboles que tenían ya como un bozo
verde en sus ramas. Hasta me pareció que llegaba hasta mi ventana el olor del
saúco que florecía todos los mayos. Pensé que era un sacrilegio seguir en casa
con tan buen tiempo y me subí hasta el Postigo al que hacía tanto tiempo que no
visitaba. El valle estaba hermosísimo todo cubierto de hierba y el río tenía un
aspecto juvenil, como un adolescente que cruzara la ciudad buscando su amor
entre los chopos. Me llegué hasta el banco en donde había estado sentado la vez
anterior y mis ojos se fueron, casi sin que yo se lo ordenara, hasta la ventana
en donde el escritor estaba escribiendo su obra aquella tarde de marzo. Estaba
cerrada. Me fui acercando poco a poco hasta ella y vi que las persianas estaban
bajadas y que en los alfeizares se acumulaban la suciedad como si hiciera
tiempo que nadie la abría y que nadie los limpiaba. Me extrañó porque nunca
había pensado que aquel hombre se marchara de la ciudad; parecía que el hombre
y la ciudad estaban hechos el uno para el otro. Ya me marchaba hacia la parte
alta de la ciudad, cuando me sorprendió
que en un alcorque de un árbol hubiera un libro caído. Un libro es un libro
aunque no tenga nada dentro, decía Lord Byron y me agaché a recogerlo. Era un
libro que el propio autor había encuadernado con tapas de cartón. Con bolígrafo
había puesto en la portada: UNA VIDA y estaba sin firmar. Sin duda que era el
original que iba a entregar a la editorial. Pero ¿qué hacía en el alcorque de
un árbol? Abrí la primera página y comencé a leer.
Llevaban muchas horas ya
las farolas encendidas cuando llegué hasta la última página. Había permanecido
casi cuatro horas de pie, sin moverme, embebido en la lectura de un libro que
me había arrastrado como ninguno en mi vida lo había hecho. De una página iba a
la otra con la velocidad del rayo y a medida que lo leía un sudor frío iba
perlando mi frente y una angustia cada vez mayor me atenazaba el corazón. Lo
que ese hombre estaba novelando era algo que yo conocía muy bien; es más,
supuestamente lo conocía mejor que él, pero la lectura de su obra me reveló que
era todo lo contrario: era él el que conocía detalle por detalle y hasta los
motivos ocultos por los que se habían hecho las acciones que allí narraba. No
podía ser cierto. Quizás fuera una broma de algún amigo, una broma de muy mal
gusto desde luego. Pero broma o no de lo que no podía dudar era de una cosa:
que en ese libro abandonado en un alcorque se narraba punto por punto, como en
eso que los alemanes llaman una “novela de formación” toda mi vida. Más
resumida al principio y con más detalle hacia el final; desde mi nacimiento
hasta el día de marzo en que subí hasta aquella casa y vi al autor escribiendo.
Releía como loco, una y otra vez, el
último de los párrafos:
“Y hasta esta la casa
llega ahora el protagonista de esta novela. Ha cruzado el postigo se ha
embebido del paisaje y, tras cruzar la muralla, se ha sentado en un banco.
Luego se ha acercado hasta la ventana y me ha mirado y me ha envidiado y ha
deseado, por un momento, ser como yo, un escritor de éxito que escribe novelas.
Ahora se marcha de nuevo calle arriba, buscando las luces de la plaza, las
miradas de la gente que lo curen de su soledad. Un día de mayo volverá y
encontrará esta ventana cerrada y en un alcorque un libro. En uno de ellos,
estará escrita su vida. Yo aquí le pongo punto final al penúltimo capítulo y,
al volver de la página, comenzaré el
capítulo final de esta obra.”
No me atrevía a leer ese
capítulo final y pensé que quizás no sería mala idea intentar hablar con tan
extraño autor. Enloquecido llamé al portal pese a lo tarde que era. Un vecino
me preguntó que qué quería a esas horas. Le pregunté por el vecino. ¿Qué vecino?
– me dijo. Esta casa nunca ha estado habitada. Desde que se construyo el
edificio este piso ha estado sin vender y sin alquiler; aquí no ha vivido nunca
nadie. Le referí cómo yo vi a un hombre en aquella tarde de marzo escribiendo
en una vieja máquina de escribir, pero el vecino pensó, sin duda, que yo estaba
borracho y que venía de alguna cena en donde se había abusado del morapio o de
intentar ahogar mis penas en alcohol. Me marché a casa con el libro debajo del
brazo en un estado de angustia terrible.
Ahora este escritor
fracasado que está escribiendo ante ustedes tiene eso que dicen los cultos una
dicotomía: puede leer ese capítulo final del libro y, sin duda, de su vida o puede dejarlo sin leer esperando
a que sea la propia vida la que se lo vaya leyendo poco a poco. No lo va a
dudar y les va a contar lo que hizo con su vida o, lo que es lo mismo, con ese
libro. Presa de una angustia terrible miraba yo de reojo el capítulo final
porque sabía que ahí iba a leer algo que
ningún hombre quiere saber. Intentaba leerlo, pero el intento era en vano pues
me quedaba paralizado. Me imaginaba lo que ese libro me iba a descubrir poco
antes del punto final y tenía miedo por saberlo. No obstante, pensé, si lo
llego a conocer quizás podría librarme de mi destino, podría escapar a ese
lugar que todos los mortales tenemos ya escrito para poner nuestro punto final,
podría modificar mi vida y elegir mi sitio para que al dolor y al miedo de la
destrucción de la existencia no se uniera la imposición de un sitio no querido.
Además, guardaba la secreta esperanza de que, quizás, en mi huida, despistara a
la que lleva tantos años haciendo su tarea sin un fallo, sin una equivocación,
sin una intermitencia. Por eso leí el final, pero, cuando ya lo había leído, me
di cuenta de que me había confundido, de que todo era inútil, de que por mucho
que huyera, por muchos caminos que emprendiera o por muchas ciudades a las que
me encaminara, incluso aunque fuera a Carcassona a la que nunca podría llegar,
la muerte me estaría esperando en Samarcanda.
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