A los boecillanos de Barcelona que siguen vendimiando en
sueños
y a Mariano Villafruela que sabe tanto de la vendimia .
Todas las
mañanas hago el mismo recorrido: bajo por el Paseo de Gracia, me llego hasta la
Plaza de Cataluña; allí me siento en un banco, miro las palmeras y les doy de
comer a las palomas. Luego por la Ronda de Sant Pere me voy hasta el parque de
la Ciudadela y desde allí hasta la
Estación de Francia. Otras veces cambio el paseo y es la de Sants el final de
mi escapada. En primavera recorro el Paseo de Colón para ver el mar. No lo
conocía hasta que llegué a esta ciudad. Fue hace ya, no sé, cuarenta años
quizás. El tren había salido de un pueblo vecino al mío y, siguiendo lo que
llamaban la línea de Ariza, había dividido con su marcha Castilla y Aragón
hasta dejarme en una estación llena de gente; gente que también emigraba a esta
tierra con un hatillo y un haz de esperanzas; gente que buscaba aquí lo que el
pueblo no les podía dar. Aquella noche dormí en una pensión destartalada en la
calle de Numancia. Estaba solo y al acostarme en aquella cama desvencijada me
acordé de Mercedes que se quedó con Glorita, nuestra primera hija, la única que
nos nació en el pueblo, esperando que
les mandara mi primer sueldo para que se pudieran reunir conmigo. Vinieron
cuatro meses después y, hasta que pudimos encontrar un piso barato de alquiler,
vivimos en un pensión barata de la calle Entenza.
Hoy me he sentado en el
puerto como en mis tiempos de estibador. El mar golpea monótono contra el
malecón; los bolardos sujetan con firmeza las maromas de los barcos que parecen
que quieren escapar. Como yo. Si pudiera volvería a aquella mañana en que mi
madre me llamaba desde la cocina. Apenas había podido dormir con la emoción de
mi primera vendimia. Cuando el sol de Octubre llenó mi habitación de una luz
dorada y cálida, yo ya llevaba despierto mucho rato espiando los ruidos en el
corral, queriendo oír las voces de los vendimiadores. ¡Que no se marchen sin
mí! me decía mientras me levantaba y me vestía. Corrí para incorporarme a las
cuadrillas y de repente me sentí más hombre. Esta noche, pensé, podré llegarme
hasta la ventana de Mercedes y allí, vestido con mi camisa blanca y mi pantalón
nuevo de pana, decirle que me gusta. Y luego, cuando me haya dicho que yo a
ella también, liarme un cigarro y fumármelo muy despacio como hacía el Matías,
el mayoral, en la taberna cuando venía
de marcar a los toros. Pero los vendimiadores se rieron de mi presencia.
“¿Dónde vas tú, chaval? ¡Que éste es un trabajo de hombres!” Lleno de rabia les
quería demostrar que podía llevar tantos cestos como ellos, que podía llevar
tanta uva al lagar como el más veterano. Pero no confiaban en mí y - recuerdo - me encargaron de cuidar la ropa y
de llevar el burro por el ronzal, mientras ellos se reían y hablaban de cosas
de hombres.
Llevando a Andaluz del
ronzal llegué al viñedo. Las uvas colgaban dispuestas ya para su vendimia.
Comenzaron a vendimiar y los racimos se dejaban coger por las manos de aquellos
hombres que los iban echando en los covanillos. Algo de su sangre goteaba al
suelo como si aquellos bárbaros hubieran violado a una diosa antigua que
habitaba entre las viñas. El río, a nuestros pies, nos miraba con su mirada de
siglos y guardaba silencio. Yo miraba también y callaba.
La voz del capataz rasgó la mañana: “¡Ea,
muchachos, a almorzar!” Y fue el primero en pasar la bota que fue corriendo de
mano en mano hasta llegar a mí. “¡El zagal que no beba, que le puede hacer
mal!” Cogí la bota con rabia y el vino me refrescaba la lengua, chocaba en mis
dientes, limpiaba mi gaznate del polvo del camino y del viñedo. ¡Qué se habían
creído esos! ¡Yo ya no era un niño! ¡Esta noche verían lo que ya tenía de
hombre! “¡Mirad cómo bebe el rapaz”! Mi padre se acercó sonriendo y me quitó la
bota. “Si sabes beber, sabes trabajar” Y me dio esta navaja que tengo ahora en
mi mano, a la que acaricio como si fuera la mano de una mujer, como acaricié la
mano de Mercedes aquella misma noche Yo la esperé en la ventana. Había liado ya
mi primer cigarro y entre toses le iba dando las primeras caladas. La luna
jugaba al escondite con las nubes y unos mozos borrachos cantaban coplas del
Pinto. Cuando salió Mercedes le dije que me gustaba, que quería ir con ella
como hacían las parejas por la carretera vieja, hasta la curva del pago de la
Barca. Y ella no me dijo nada pero me dio su mano. “Empieza por aquellos majuelos, chaval!” Mi
mano cortaba los racimos con ansia, uno tras otro, sin descanso. “¡Eh, chaval,
más despacio que nos vas a quedar sin trabajo.” Así no tendrían dudas de que yo
era un hombre, tan hombre como ellos; que yo también servía para algo y, cuando fuera a la taberna por el vino, me dejarían acercar a los grupos de los
hombres y no me echarían diciéndome de malas maneras que eso no eran cosas de
niños. Mi padre se acercó sonriendo. “Toma, bebe, que te lo has ganado”
Cargamos las uvas en los cestos y los echamos en los carros. Algunos covanillos
goteaban porque los racimos se habían esmostado. Me subí en uno de aquellos carros y me puse a
cantar. El cura, que pasaba por el camino leyendo su breviario, me dijo que me
parecía a no se qué dios griego. El sabrá. Yo no estudié más que las cuatro
reglas y leí un poco en la escuela. Luego, aquí en esta ciudad, no me pidieron
más que mi fuerza: mi fuerza para cargar y descargar sacos en una panadería de
la calle Balmes; mi fuerza para subir los ladrillos en las obras que servían
para construir las casas de otros emigrantes como yo; mi fuerza para estibar
los barcos. Ya nadie me volvió a hablar de aquel dios griego pero aquel día,
por un momento, yo fui un dios de la vendimia y un vendimiador en broma me
coronó con una corona de pámpanos. ¡Ay, si siempre hubiera sido ese dios!
Caían las uvas de los
cestos a la lagareta y desde allí iban llenando el lagar, dispuestas a su
sacrificio anual. Ya los hombres, descalzos los pies, se disponían como poseídos
por alguna furia a pisarlas. Los miré como pidiéndoles permiso. Bastó la mirada
del Tomás para saber que yo también en el lagar era uno de ellos como lo había
sido en el viñedo. Con un ritmo frenético me uní a aquel baile pisando la uva
con ese compás que me dictaba la sangre que más ardiente que nunca corría por
mis venas. El Anselmo y otros del pueblo
pusieron las tablas sobre aquella uva pisada por nosotros y la terminaron de
prensar con la viga. Yo miraba con impaciencia al bocino, esperando ver caer el
mosto rojo y espeso. ¡Era la sangre de la tierra lo que salía y lo que con
cuidado cargábamos en pellejas para llevarlo a las cubas! ¡Era nuestra sangre y
nuestro sudor! Mi padre me miraba sonriendo. ¡No le había salido el hijo malo,
no! ¡Una gloria, verle pisar la uva! ¡Una gloria verle subir las pellejas!
Cuando ese mosto ya hubiera fermentado,
ya habría echado su primer cigarro y puede que ya le hubiera dicho a la
Merceditas que le gustaba. Se me hace mayor este rapaz. Ayer me parece cuando
nació y, mira, hoy ya tengo un hombre en casa. Yo le miraba orgulloso,
diciéndole con la mirada que ahí estaba su hijo para ayudarle, para mantener
esa casa; que ahí estaban mis manos para ayudar en las tierras, para ahuyentar
el hambre y hacerlo huir por el camino de los almendros; que ahí estaban mis
manos, mis manos...
Me estoy mirando mis
manos encallecidas por el trabajo de la estiba, por los ladrillos, por los
sacos. He cerrado mi navaja, la que me regaló mi padre aquella mañana. He
vuelto a recorrer el Paseo de Gracia camino de casa. Ya estamos solos Mercedes
y yo. Los hijos se casaron y se fueron a Manresa y a Sant Celoni. Vienen los domingos con los nietos y entre ellos
hablan en catalán. Ya son de esta tierra. Ellos no han visto la sangre de
aquellas viñas, ni han tenido en sus manos los racimos, ni han participado en
la violación de la diosa antigua que habitaba en los viñedos, ni les han
coronado como a dioses griegos. La vida me parece ahora que recorre las últimas
estaciones, que al igual que aquel viejo tren que me sacó de mi pueblo tiene
ganas de llegar a su destino. Desde aquel día de la vendimia en que me hice
hombre el recorrido ha sido largo y duro: pagar con cuatro perras el piso, el
apuro de llegar a fin de mes, las huelgas en el puerto en las que muchas veces
tuve que hacer de esquirol para poder dar de comer a mis hijos. Ahora paseo y
me siento en los bancos; les doy de comer a las palomas y hablo con otros
jubilados que, como yo, vinieron a esta ciudad buscándose la vida. A
veces pienso que es una expresión absurda ésta: buscarse la vida. ¡Cómo si la
vida no nos buscara para golpearnos donde más nos duele, para robarnos a la
hija que más queremos con la excusa de una enfermedad que la llaman cáncer!
Algunos domingos voy a verla y le dejo un ramo de flores en la tumba y pienso
en aquella niña que llegó con su madre y en aquel hombre que las esperaba en el
andén y en aquella mujer morena que la llevaba en brazos.
Estoy recorriendo la
Diagonal. Algunos chicos me miran. Yo les miro a ellos. Andan enamoriscados de
unas chicas y las cortejan de una manera que yo no puedo entender. No tienen
más de quince años. Al igual que yo en
aquella vendimia se quieren hacer hombres. A veces, cuando el día está triste porque
el sol está como velado por la neblina del mar, pienso despacio en mi vida.
Pienso que ya sólo me quedan los recuerdos, las mañanas de sol y las palomas;
que en nuestro piso, ése que tanto sudor y tantos callos en las manos me
costó, envejecemos una mujer morena y
yo; que mi hija ya nos espera en aquella tumba al sol de Tiana. Sin embargo, si
alguien me preguntara por la vida le diría que es buena, que merece la
pena vivirla aunque tan sólo sea por
aquella vendimia y por los ojos de aquella mujer morena que me esperan en una
calle del Poble Nou. Y también le diría
que algunas veces, sólo cuando estoy muy triste, pienso que no merecía tanta prisa por
hacerse hombre.
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