Como hace poco fue el día del Corpus Christi, me
gustaría contaros una historia que tiene un gran interés. Nos tenemos que
trasladar a la Argentina, al año 1999 y la parroquia de Santa María. En plena
misa, de la Hostia ya consagrada, empieza a manar un líquido rojizo. El obispo
de la diócesis de Buenos Aires, al que se le hizo saber el extraño suceso, decidió
abrir una investigación y se la encargó – con muy buen criterio para que nadie
pensara que era una historia de curas-, a un médico ateo. Este médico realizó
tres series de pruebas en tres países diferentes del mundo. Todas las pruebas
estaban de acuerdo: era sangre humana, que contenía glóbulos
blancos intactos, y músculo de corazón “vivo”, miocardio ventrículo izquierdo,
además de glóbulos rojos. Ya sé que para
el que, por desgracia, no tiene fe de nada le valen hasta los análisis
científicos, pero, como en tantas ocasiones, los hechos fueron, para la ciencia
médica, absolutamente inexplicables. Fijaos que no estamos hablando de la Edad
Media, sino de tan sólo diecinueve años desde que se produce el hecho y tan
sólo doce desde que se publicaron los resultados pues se tardaron más de siete
años en realizar las pruebas. Decía antes que no creo que ningún no creyente se
haga creyente y digo ahora que a los católicos no nos hacen falta las pruebas:
“sabemos” que Jesús está presente en “carne viva” en la Eucaristía por un
milagro de amor y el amor no tiene barreras. No intentemos entenderlo porque
nuestra inteligencia es muy pobre para estos misterios y, el mero hecho de
intentarlo, casi un acto de soberbia. Pensemos
tan sólo en el Amor Supremo de Cristo que quiso quedarse con nosotros y
se quedó en la Eucaristía con su cuerpo y con su sangre. Por cierto, se me ha olvidado deciros que el
arzobispo de Buenos Aires por aquellos años era un “tal Jorge Mario Bergoglio”;
sí, el actual papa Francisco. Ahí os dejo este testimonio para que oréis un
rato.
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