Cuando yo era pequeño, me hacía gracia que el santo
de mi nombre, San Luis Gonzaga, tuviera un apellido parecido al mío. ¿Acaso
éramos familia el santo jesuita y un servidor? Nada más lejos de la realidad
pues el santo italiano era hijo del marqués de Castiglione, don Ferrante Gonzaga,
y de doña Marta Tana Santena, dama de honor en la corte de Felipe II. El padre
quería que el niño fuera militar y entre soldados lo dejó para que se curtiera,
pero lo que consiguió fue que su hijo acabara hablando con el lenguaje de los
militares que no es precisamente la lengua de la mística. Su tutor reprendió al
muchacho pues entre sus palabras estaban también blasfemias. Luis se
arrepintió, comprendió que aquello era una ofensa a Dios y jamás volvió a
repetirlo. Es más, su confesor, San Roberto Belarmino, y otros tres confesores
más, declararon que jamás le habían confesado de un pecado mortal. Es por esto
por lo que San Luis Gonzaga se le tiene como modelo de la santa pureza. Luis se dedicó a una intensa vida de oración y
estando en Montserrat fue cuando sintió su vocación. El día de la Asunción de 1583, estando en la
iglesia de los jesuitas en Madrid, oyó una voz que le decía: “Luis, ingresa en
la Compañía de Jesús”.
Cuando
en 1591, una epidemia de fiebre atacó Roma, Luis iba de puerta en puerta
mendigando para los enfermos. Un día recogió a un enfermo de peste y lo llevó
sobre sus hombros y, quizás por esta noble acción, contrajo él mismo la
enfermedad. Ya en los momentos finales,
enfermo de peste, le decía a su madre: “Alegraos,
Dios me llama después de tan breve lucha”. En la noche del 20 al 21 de junio de
1591, Luis moría con los ojos fijos en
un pequeño crucifijo. Es el patrón de la
juventud cristiana que tantas cosas tiene que decir en este mundo.
Sin
duda, este santo “mío” es todo un modelo a imitar.
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