jueves, 21 de junio de 2018

SAN LUIS GONZAGA, MI SANTO PARTICULAR





Cuando yo era pequeño, me hacía gracia que el santo de mi nombre, San Luis Gonzaga, tuviera un apellido parecido al mío. ¿Acaso éramos familia el santo jesuita y un servidor? Nada más lejos de la realidad pues el santo italiano era hijo del marqués de Castiglione, don Ferrante Gonzaga, y de doña Marta Tana Santena, dama de honor en la corte de Felipe II. El padre quería que el niño fuera militar y entre soldados lo dejó para que se curtiera, pero lo que consiguió fue que su hijo acabara hablando con el lenguaje de los militares que no es precisamente la lengua de la mística. Su tutor reprendió al muchacho pues entre sus palabras estaban también blasfemias. Luis se arrepintió, comprendió que aquello era una ofensa a Dios y jamás volvió a repetirlo. Es más, su confesor, San Roberto Belarmino, y otros tres confesores más, declararon que jamás le habían confesado de un pecado mortal. Es por esto por lo que San Luis Gonzaga se le tiene como modelo de la santa pureza.  Luis se dedicó a una intensa vida de oración y estando en Montserrat fue cuando sintió su vocación.  El día de la Asunción de 1583, estando en la iglesia de los jesuitas en Madrid, oyó una voz que le decía: “Luis, ingresa en la Compañía de Jesús”.
         Cuando en 1591, una epidemia de fiebre atacó Roma, Luis iba de puerta en puerta mendigando para los enfermos. Un día recogió a un enfermo de peste y lo llevó sobre sus hombros y, quizás por esta noble acción, contrajo él mismo la enfermedad.  Ya en los momentos finales, enfermo de  peste, le decía a su madre: “Alegraos, Dios me llama después de tan breve lucha”. En la noche del 20 al 21 de junio de 1591, Luis moría con los ojos fijos  en un pequeño crucifijo.  Es el patrón de la juventud cristiana que tantas cosas tiene que decir en este mundo.
         Sin duda, este santo “mío” es todo un modelo a imitar.

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