Leíamos,
en estos días pasados, el famoso relato
evangélico de Cristo y el centurión romano, aquél que le dice esas palabras que
repetimos en la Santa Misa antes de tomar la comunión: Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya
bastará para sanarme. Veamos, como siempre, antes de comentar el pasaje, el texto griego:
καὶ ἀποκριθεὶς ὁ ἑκατόνταρχος ἔφη, Κύριε, οὐκ εἰμὶ ἱκανὸς ἵνα μου ὑπὸ τὴν στέγην εἰσέλθῃς· ἀλλὰ μόνον εἰπὲ λόγῳ, καὶ ἰαθήσεται ὁ παῖς μου.
Me gustaría hacer hincapié en el
adjetivo ἱκανὸς que la
vulgata latina traduce por dignus y
que como digno ha pasado al castellano. Efectivamente, la traducción es muy
buena, pero deja escapar un matiz que sí que recoge de manera plena el adjetivo
griego: el centurión no sólo no es digno porque considera a Jesús alguien por
encima de él en el orden religioso aunque sean de diferentes religiones, sino
porque – y ahí es donde el adjetivo griego es más preciso pues significa “capaz”-
un pagano no podía recibir a un judío en su casa. De ahí que el centurión se
considere “incapaz” de recibir a Cristo pues, hombre conocedor de la religión
de los judíos, sabía que no podía albergar en su casa a un judío y, mucho
menos, a un judío como Cristo del que le había llegado la fama de su vida
apostólica y de “hacedor de milagros”. (El acercarse a Cristo buscando su vida,
su palabra y su Cruz vino después; lo
primero, fue lo “pragmático” de sus curaciones. Y también la incomprensión
hasta de sus propios discípulos, eso que algunos autores llaman “la segunda
pasión de Cristo”. Pero eso ya es otra historia y a cada día bástale su afán.
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