Me cuesta ser objetivo con Pablo Perera porque,
aunque hace tiempo que no nos vemos, nos conocemos desde hace muchos años. Pablo
me abrió las puertas de la modernidad en literatura y, tras sus sabios
consejos, me iba a buscar los libros que él me recomendaba a la biblioteca que
había entonces en un piso de la calle Núñez de Balboa. Le debía desde hacía un
tiempo la lectura de su libro Incognita tierra
(De Sebald) y he cumplido con esa deuda con muchísimo gusto.
Incognita tierra es un libro cuyo protagonista principal es la
muerte, esa muerte que nos ocultan cuando somos pequeños (recuerdo cómo me engañaban
cuando llegaban a casa sobres con una orla negra, sobres con una esquela,
sobres que enviaba la muerte) pero que un día, tarde o temprano, descubrimos
como algo que no sólo ocurre a los demás, sino que también nos acabará
ocurriendo a nosotros. Dice Savater que ese es uno de los momentos culminantes
en la vida de un ser humano y tiene razón: tardamos muchos años en aprender a
convivir con la muerte si es que aprendemos algún día.
El libro se
abre con ese "accidente doméstico" que provoca en el padre un
desvanecimiento y un regreso desde esa terra
incognita que es la muerte. Pero ese padre que ha regresado ya no puede ser
el mismo porque ya nadie puede ser el
mismo tras haber tenido contacto con la muerte como Alcestis que, tras
su estancia en el Hades, se convirtió en un “estorbo” en su propia casa; como la desgraciada muchacha, que tras besar a
su tía, siente el frío de la muerte que no es el mismo que los otros fríos
conocidos. Y es que, como dijo no sé
quién, “no sabemos qué hacer con los muertos”.
El libro continúa con la
búsqueda de la tumba de Sebald y antes con la búsqueda del lugar de su muerte,
una de tantas muertes que se producen en las carreteras, en las vías de los
trenes (ahí Pablo hace mención velada al gran poeta Pedro Casariego Córdoba que
se suicidó arrojándose al tren en la estación de Aravaca) o en los cruce de los caminos, donde Edipo mató a su padre
Layo o en donde los antiguos ponía pequeños altares para protegerse de los malos
espíritus. Como en el viejo cuento de Samarcanda, la muerte nos está siempre
esperando y se nos cuela por grietas de la vida. Vamos por la carretera y vemos
unas flores que, con el tiempo, alguien se olvidará de renovar porque, Camus
dixit, nos olvidamos hasta de la muertos. La muerte tiene la cortesía de
recordarnos su existencia mediante sutiles tarjetas que nos va dejando por ahí:
unas flores al lado de una vía; unas flores en un cruce; unas flores en un paso
de cebra.
Y Pablo Perera, con este
material tan sencillo (en parte) escribe una gran novela, una novela que se
basa en recuerdos porque es con recuerdos como escribimos las novelas tal y
como proclama con mucho acierto este amigo mío de Chamberí.
Sin embargo, no puedo
terminar esta pequeña entrada de blog sin hablar de que ha sido una muerte muy
especial la que le ha llevado a esta búsqueda de la muerte, a este enfrentamiento
con los ojos claros de la muerte (Celaya): la muerte del padre, del “varón
habitual” que decía Freud. El dolor por la muerte de su padre, - al que no
conocí más que un momento, pero del que guardo un grato recuerdo porque vi que
era un hombre con un sentido del humor muy especial y del que sé por Pablo que era “currista”,
algo que deja claro la validez mental y personal de un ser humano -, le hace
escribir este libro hermoso del que, al final, con ese recuerdo, con esa
presencia del padre en las cosas, en la casa, en los recuerdos, saco una
conclusión que quizás a Pablo no le guste: el amor, al final, vence siempre y éste
también es un libro de amor, de amor al padre que ya no está nobiscum, sed in
nobis.
Viven los muertos en las
cosas pequeñas, en ese pequeño detalle que, un día al azar sacas de un cajón
del armario; viven los muertos en nuestros
poemas, en nuestras novelas y, sobre todo, viven en nuestros recuerdos, en la
memoria que, a medida que nos hacemos mayores, va siendo un cementerio.
Gracias Pablo Perera por haber escrito
este grandísimo libro. Recuerdo El
silencio que nadie escucha aquella novela tuya que leí en aquel Madrid que
ya es recuerdo, un Madrid de azoteas con geráneos y parras sorprendidas; de calles ardientes y portales quejumbrosos.
Cuando regreso a Madrid, ya nada queda de aquello: por eso procuro no bajar y
quedarme en el Madrid del recuerdo, en el Madrid del Google Maps que recorro
cuando me viene la saudade. Pablo,
amigo, como los caminos de Internet son impredecibles, cualquier día nos
encontramos buscando la tumba de Sebald o la tumba de nuestros muertos. Será un
placer tomarnos unas cervezas en la Natur Bier que ya tan sólo vive en nuestro
viejo recuerdo.
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