Ya hemos
visto en otra entrada cómo Béla Barytók era un hombre comprometido con la
libertad. Cuando el avance nazi, - que
en Hungría fue más terrible si cabe aún por el criminal gobierno de Miklós
Horthy que pactó con Hitler y que sumió al país en un baño de sangre y
torturas-, , llegó hasta extremos insoportables, Bartók cogió a su mujer Ditta
Pásztory y se embarcaron para Nueva York a donde llegaron en octubre de 1940.
El músico húngaro no tuvo una estancia feliz en la ciudad americana pues al
principio no recibía encargos ni podía dar conciertos. Todo cambió a partir de
1942, pero una leucemia le iba a dejar muy poco tiempo de vida. Sus dos últimas
obras fueron su Concierto para Viola y su tercer concierto para piano escrito,
como diría Cervantes, “con un pie puesto
ya en el estribo”. Según cuentan, en la última página del concierto para piano,
Bartók escribió vége, fin en húngaro:
era el fin de la obra y el fin de su vida de la que iba a partir, como él mismo
dijo, con las maletas llenas de ideas musicales. El concierto para viola, con
ese adagio religioso inolvidable, no lo pudo acabar y fue su alumno, Tibor
Serly, el que lo terminó. El compositor salió de su casa, un apartamento en la
calle 57, un 22 de septiembre de 1945 y
fue llevado a un hospital en el lado oeste de Manhattan. Moría en ese hospital
el 26 de septiembre de 1945, cuatro días después.
Cuando
oigo estos dos conciertos, el de viola y el tercero para piano, oigo también a
la muerte persiguiendo al compositor, esa muerte con la que Bartók echó una
carrera enloquecida para poder acabar sus obras. Pero, sin embargo, como ocurre
siempre, la muerte ya nos está esperando en Samarcanda y Bartók, como nos
pasará a todos, perdió la carrera. Salvo en la novela de Saramago, la muerte no
conoce “intermitencias”.
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