
Al
cabo de unos días, casi a vuelta de correo, el cartero me trajo una carta con
una letra “imposible”, casi indescifrable: era del autor de la tercera que,
lejos de haberse enfadado por mis correcciones humildes, me emplazaba a que nos
viéramos en su casa. Y una mañana de otoño, como si yo también quisiera escribir,
con permiso de aquel autor, mi “historia de un otoño” , me fui hasta su casa.
Me recibió en su despacho que era, sobre todo, una capilla en la que los libros
ocupaban los altares de las estanterías y hablamos durante más de tres horas. Y
así esas visitas se fueron haciendo habituales y muchas mañanas me acercaba
hasta aquel pueblo vallisoletano para recibir consejos de lecturas (¡Cuántas
lecturas me señaló!) porque él lo había leído todo; porque, desde su infancia, los libros eran sus
compañeros, sus amigos, sus confidentes. Me di cuenta enseguida de que aquel
hombre era más que un gran escritor y, sobre todo, un gran poeta; era una
bellísima persona y el último humanista en un mundo deshumanizado.
Fueron
muchas las visitas y muchas las anécdotas. Ahora que se nos ha ido a principios
de este mes, recuerdo de él su risa, su risa de niño travieso que miraba el
mundo con sus ojos claros. Frente a frente en la mesa de su despacho su risa
iluminaba mi alma. Ya conté cómo, con su gran generosidad, puso de
nuevo en funcionamiento la Nueva Revista, la que fundara mi querido maestro don
Antonio Fontán, pero sin darse importancia, con la humildad de los que son
grandes.
Gracias
a ti, José, conocí a Jacinto, el poeta
de Langa, vuestro pueblo, y con Jacinto conocí a un hombre singular, sacerdote
que había estudiado con Querajazu, aquel filósofo que situaba en Gredos sus
conversaciones católicas. Jacinto era un
artista del verso, un enamorado del
Cristo de Unamuno y cuidador de canarios flauta que alegraban las llamadas
telefónicas que nos hacíamos.
Ahora
que te has ido, querido José Jiménez Lozano, voy a echar mucho de menos no
llegarme hasta Alcazarén, llamar a tu puerta y pasar una mañana hablando de
libros. Ya quedan pocas personas con las que se pueda hablar de literatura, de poesía, de los mirlos y de las hogueras que
en las noches de noviembre iluminan nuestras almas cansadas. Pero, algún día,
seguiremos hablando de estas cosas a la sombra, siempre fresca, de una copuda
haya. Sí, ya ves que he puesto haya porque ¿quién nos dice que en Sicilia no
hubiera un haya para los poetas, querido don José?
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