Hace ya
más de veinte años, leyendo una tercera de ABC, ese periódico que tanto quería
mi abuela Patro, vi con sorpresa que su autor traducía fagus por “haya” en aquel famoso verso de Virgilio “tu
patulae recubans sub tegmine fagi”. Cogí papel y boli y le escribí una
carta al señor que firmaba la tercera de ABC para decirle que no me parecía
bien que tradujera “patulae fagi” por
ancha o copuda haya y que sería mejor, teniendo en cuenta que la poesía
bucólica, tanto griega como latina, se desarrollaba en Sicilia, traducirla por
la segunda posibilidad que tiene en latín la palabra fagus: encina. Doblé la carta y se la envié al autor de la “tercera”
a su pueblo vallisoletano sin mucha esperanza de que me contestara.
Al
cabo de unos días, casi a vuelta de correo, el cartero me trajo una carta con
una letra “imposible”, casi indescifrable: era del autor de la tercera que,
lejos de haberse enfadado por mis correcciones humildes, me emplazaba a que nos
viéramos en su casa. Y una mañana de otoño, como si yo también quisiera escribir,
con permiso de aquel autor, mi “historia de un otoño” , me fui hasta su casa.
Me recibió en su despacho que era, sobre todo, una capilla en la que los libros
ocupaban los altares de las estanterías y hablamos durante más de tres horas. Y
así esas visitas se fueron haciendo habituales y muchas mañanas me acercaba
hasta aquel pueblo vallisoletano para recibir consejos de lecturas (¡Cuántas
lecturas me señaló!) porque él lo había leído todo; porque, desde su infancia, los libros eran sus
compañeros, sus amigos, sus confidentes. Me di cuenta enseguida de que aquel
hombre era más que un gran escritor y, sobre todo, un gran poeta; era una
bellísima persona y el último humanista en un mundo deshumanizado.
Fueron
muchas las visitas y muchas las anécdotas. Ahora que se nos ha ido a principios
de este mes, recuerdo de él su risa, su risa de niño travieso que miraba el
mundo con sus ojos claros. Frente a frente en la mesa de su despacho su risa
iluminaba mi alma. Ya conté cómo, con su gran generosidad, puso de
nuevo en funcionamiento la Nueva Revista, la que fundara mi querido maestro don
Antonio Fontán, pero sin darse importancia, con la humildad de los que son
grandes.
Gracias
a ti, José, conocí a Jacinto, el poeta
de Langa, vuestro pueblo, y con Jacinto conocí a un hombre singular, sacerdote
que había estudiado con Querajazu, aquel filósofo que situaba en Gredos sus
conversaciones católicas. Jacinto era un
artista del verso, un enamorado del
Cristo de Unamuno y cuidador de canarios flauta que alegraban las llamadas
telefónicas que nos hacíamos.
Ahora
que te has ido, querido José Jiménez Lozano, voy a echar mucho de menos no
llegarme hasta Alcazarén, llamar a tu puerta y pasar una mañana hablando de
libros. Ya quedan pocas personas con las que se pueda hablar de literatura, de poesía, de los mirlos y de las hogueras que
en las noches de noviembre iluminan nuestras almas cansadas. Pero, algún día,
seguiremos hablando de estas cosas a la sombra, siempre fresca, de una copuda
haya. Sí, ya ves que he puesto haya porque ¿quién nos dice que en Sicilia no
hubiera un haya para los poetas, querido don José?
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