Una
tarde de febrero de ya hace algunos años, me metí en el teatro Bellas Artes de
Madrid, - el que regentaba José Tamayo y en el que había estrenado, por
ejemplo, Alejandro Casona su Caballero de
las espuelas de oro_, digo que me metí porque representaban el Calígula de Camus. La fuerza de aquel
texto me produjo una especie de catarsis y, un poco deprimido por alguna nube
juvenil, me hizo salir y marcharme directamente a la FNAC para comprarme el
texto francés y devorarlo. Desde entonces, mis lecturas de teatro francés
siempre me han proporcionado una enorme satisfacción y la lectura de la
Antígona de Anouilh y la Medea de Cocteau me han hecho disfrutar de lo lindo.
No voy a entrar en el argumento ideológico porque para eso ya está don Antonio Ruiz
de Elvira o, si lo preferís, la “enciclopedia del pueblo”, pero sí que voy a
hablar de los finales, de los maravillosos finales de estas obras. Cocteau
termina su Antígona, tras ese diluvio de muertes, con ese Creonte que le
pregunta a su secretario por el orden del día y que, sereno tras tanta desgracia,
retoma su rutina. Anouihl, en su Medea, hace algo muy parecido: tras ese río de
sangre inocente, la nodriza, esa nodriza
de las tragedias clásicas de la que tanto tomó Lorca para sus ayas ( véase si nola Poncia en La casa de Bernarda Alba) les dice a los que quedan en el escenario
que hay que volver a la rutina de todos los días. Vamos a escucharla:
LA
NODRIZA.
– Ni siquiera tenían tiempo de escucharme. Sin embargo yo tenía algo que decir.
Después de la noche viene el día la mañana y hay que hacer el café y luego las
camas. Y después de barrer, quedar un ratito tranquilo al sol antes de limpiar
las legumbres. Entonces sí es bueno, cuando una ha podido sisar unos centavos,
un traguito caliente en el fondo del estómago. Después a tomar la sopa y a
lavar los platos. Por la tarde, la ropa blanca y los cobres, y un poco de
charla con las vecinas hasta que llega despacito la cena…Entonces acostarse y
dormir
En
ambos casos, estamos ante la rutina salvadora, ante la rutina curadora, ante
ese orden del día que pone orden en nuestra cabeza y en nuestro dolor. Recuerdo
que en un episodio de mi vida harto doloroso (la muerte de mi madre) no
recuperé el pulso hasta que no volví a
la Facultad. El haber estado haciendo durante tan sólo dos días una vida
diferente me hacía ver la anormalidad de la situación y multiplicaba mi dolor
al preguntarme: ¿Qué hago aquí paseando por El Retiro? y responderme: estoy
aquí porque se ha muerto mi madre.
Bendita
la rutina que nos salva y que nos cura. Un compañero mío, cuando fallecieron su
mujer y sus dos hijas en un terrible accidente de tráfico, no pidió una baja para
quedarse en casa rumiando una tragedia que no tenía solución sino que nos pidió
que, cuando volviera (se iba a tomar
sólo un día para arreglar los papeles) no le preguntáramos nada; quería que
pareciera que “la vida seguía igual”. Recuerdo lo terrible que era verlo pasar,
como siempre, con sus mapas camino de clase. La rutina lo salvó.
¡Bendita la rutina que el aya de
Medea nos prescribe como remedio!
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