El ángel
callaba y hacía bien porque, en ocasiones, morir en silencio habla por
nosotros. Las ciudades alemanas, tras la Segunda Guerra Mundial, acabaron en la
más absoluta ruina. Los aliados no tuvieron misericordia y redujeron a cenizas
Hamburgo, Dresde o Colonia. No se
pararon ni ante teatros, ni museos, ni iglesias porque el objetivo era arrasar
aquella tierra culpable. Las bombas
aliadas caían sobre Alemania y los alemanes, como el ángel, callaban. Y llegó
la posguerra y los alemanes, como el ángel, siguieron callando porque hasta era
de mal gusto,- nos dice Sebald- , tratar
en la literatura el tema de las destrucción alemana. Era la nación culpable y
tenía que cumplir con su penitencia y por eso no decía nada; el ángel callaba.
Sin embargo, entre los silencios del ángel, la vida seguía; una vida escondida
debajo de las ruinas entre las que la gente intentaba comer, intentaba amar,
intentaba resucitar. Heinrich Böll escribe una novela que no fue publicada
hasta mucho más tarde de los años cuarenta porque no era “políticamente
correcto” hablar de la destrucción, de los escombros, de las ruinas, de la muerte.
Y por eso el ángel seguía callando mientras, de los cascotes, iba naciendo la
vida; mientras que de las ruinas brotaban árboles y la hierba iba cubriendo,
poco a poco, el territorio de la muerte. Ya sabéis aquello que decía Rilke: todo
ángel es terrible. Quizás porque el silencio de los dioses es terrible.
El ángel callaba.
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